El olvido que seremos

El olvido que seremos

Rara vez he leído palabras tan cargadas de emoción como las de este libro. Abad padre era un hombre volcado en la defensa de los derechos humanos y el bien público, siempre obsesionado, como buen médico con vocación social, con el combate y denuncia de las causas de las enfermedades que afectan a los más pobres. Vivió con la dignidad de defender sus ideas hasta el día de su asesinato, ignorando razones de conveniencia. Lo cual es mucho decir en el universo que ha sido Colombia.

Nos cubrirá un manto de niebla y seremos un vago espectro. Un recuerdo pasajero. Quizás ni eso; Un montón de polvo y cenizas. A todos nos llega el día en que seremos sobre todo olvido. La música dejará de sonar en duelo, brevemente, y después seguirá, para los que nos han querido u odiado. La igualdad del final del camino como oposición a los orígenes dispares.

No se me ocurre un homenaje más bello de un hijo hacia su padre que combatir el olvido que sigue a su muerte. Héctor Abad Gómez fue "víctima de la peor epidemia, de la peste más aniquiladora que puede padecer una nación: el conflicto armado entre grupos políticos". Fue asesinado en Medellín por los paramilitares en 1987 y dos décadas después, su hijo, Héctor Abad Faciolince, escribió un libro contando su historia.

En verano devoro los libros que guardo con celo durante el año. En esta era de la instantaneidad, en la que a veces parecemos prestar más atención a la forma que al contenido, y a contarlo que a vivirlo, me suelo quedar atrapado entre artículos de periódicos y las redes que los divulgan. No saco el tiempo que quisiera para la lectura reposada. Por eso mis veranos los recuerdo cada vez más por los libros que me acompañan. Este mes de agosto he leído El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince y Fuego y cenizas: éxito y fracaso en la política, de Michael Ignatieff. Ambos son, aunque muy distintos, excelentes ensayos autobiográficos.

Regreso ahora al universo colombiano (aunque le dedicaré pronto a Ignatieff unas líneas).

Rara vez he leído palabras tan cargadas de emoción. Abad padre era un hombre volcado en la defensa de los derechos humanos y el bien público, siempre obsesionado, como buen médico con vocación social, con el combate y denuncia de las causas de las enfermedades que afectan a los más pobres. Vivió con la dignidad de defender sus ideas hasta el día de su asesinato, ignorando razones de conveniencia. Lo cual es mucho decir en el universo de las torturas, amenazas, secuestros y asesinatos que ha sido Colombia durante décadas.

De su vocación intelectual, por encima de sus simpatías partidistas, dan buena cuenta los recelos que despertaba entre algunos de los sectores más conservadores e izquierdistas. Los primeros lo consideraban un "izquierdista peligroso para la sociedad", y los segundos, "un burgués tibio e incorregible", porque no estaba de acuerdo con la lucha armada. Al final de sus días, Abad se definía como "cristiano en religión, marxista en economía y liberal en política".

Pocos días antes de su muerte declaraba en una entrevista: "La rebeldía yo no la quiero perder. Nunca he sido un arrodillado, no me he arrodillado sino ante mis rosas, y no me he ensuciado las manos sino con la tierra de mi jardín". Las palabras evocan la figura del mártir que sabe que le ronda la muerte y que está decidido a recibirla con la cabeza bien alta. Aunque como cuenta bien su hijo, nadie, en el fondo, por más que uno viva amenazado, está preparado para una muerte violenta.

No faltan fragmentos llenos de humor. Dice Héctor Abad de su padre: "De la literatura colombiana, creía con sinceridad - y lo repetía casi todas las semanas - que el mejor poeta del país era Carlos Castro Saavedra. Rara vez aclaraba que éste era también su mejor amigo".

Mientras escribo estas líneas leo que 60 víctimas colombianas (de las FARC, el Estado y los paramilitares) han sido invitadas a participar en el diálogo que el grupo armado y el gobierno de Colombia están llevando a cabo en la Habana. Colombia tiene a sus espaldas 54 años de violencia, en los que se han registrado 220.000 muertos (unos 80% civiles); 25.000 desapariciones y 27.000 secuestros. Los colombianos se merecen vivir en paz, en un momento en que probablemente esta nunca estuvo tan cerca ni el país progresó tanto como ahora. Que nunca más ningún hijo tenga que combatir el olvido de un padre asesinado por la violencia política.