Así es la vida siendo gorda en un mundo que odia a los gordos

Así es la vida siendo gorda en un mundo que odia a los gordos

Ji Sub Jeong/HuffPost

"Rezaré por ti".

Sé lo que va a decir la mujer que está sentada a mi lado en la cafetería. Veo cómo se forman las palabras en su mente conforme su rostro varía de un gesto de amistad espontánea a un gesto de condescendencia más calculado.

En vez de terminar el capítulo que estoy escribiendo, que es el motivo por el que estoy en la cafetería trabajando un domingo, mi energía emocional se debate ahora entre dos aguas para responderle. ¿Se convertirán las aguas en un furioso torrente o saldrán calmadas pero potentes en forma de respuesta cortante de esas que tengo preparadas para ocasiones como esta (y que aun así muchas veces olvido cuando las necesito)? Tengo que darme prisa.

"Rezaré por ti para que tengas la fortaleza necesaria para adelgazar", me dice.

Podría responderle fácilmente que yo rezaría para que ella tuviera la fortaleza necesaria para deshacerse de esos vaqueros desgastados o para meterse en sus puñeteros asuntos. En vez de eso, me río.

Ser una mujer gorda (pero no gorda en ese sentido amable de "las curvy son la nueva moda" que se ve ahora en las campañas de belleza y aceptación con modelos de tallas grandes con una silueta igualmente tonificada en forma de reloj de arena, sino gorda de verdad, con michelines, irregularidades y unas caderas ingobernables) ya es una muestra de extraordinaria fortaleza.

Vivimos y sobrevivimos en un mundo que se opone a nosotros a cada momento: cada vez que entramos en una oficina nueva o vamos al cine, tenemos que jugar al Jenga mentalmente para ver si nos podemos instalar en ese hueco. Cada vez que tomamos cualquier transporte público, recibimos una andanada de miradas de desagrado o vemos cómo gente no tan sutil coloca sus bolsos, bolsas de la compra o paraguas en el asiento vacío que tienen al lado por si acaso se nos ocurre la idea de sentarnos.

Ser una mujer gorda ya es una muestra de extraordinaria fortaleza.

Cada vez que entramos a un lugar público (especialmente a las consultas de los médicos, a las tiendas de comestibles o a cualquier clase de gimnasio) nos convertimos en una atracción de feria, nuestro cuerpo se convierte en piezas de un museo de los horrores, objetos de desagrado y lástima, el tema de muchas conversaciones y, ahora, también de rezos.

Desde el momento en el que empiezo el día hasta que vuelvo a la cama tengo que soportar demasiados momentos indignos. Algunos de estos momentos son tan evidentes que la mayoría de la gente se da cuenta, aunque no puedan ponerse del todo en nuestro lugar, como la señora "Rezaré por ti" o los comentarios sonrojantes de algunos conductores que van frenando a mi paso (aunque finjan estar mirando las señales de tráfico).

Aunque los actos de intolerancia más habituales no tienen filo por mucho que duelan (nunca me acostumbraré a ver mi cuerpo convertido en un objeto grotesco en películas o en la televisión, ni a tener miedo de sentarme, de andar, o de simplemente estar en espacios públicos) los golpes más afilados, los que me desgarran, son los insultos menores, los que parecen suficientemente pequeños para ser insignificantes.

El jefe cabrón que siempre es un poco borde con todo el mundo pero parece tener unas sorpresas extraespeciales y extrapúblicas para humillarme a mí, y siempre delante de mis compañeros de trabajo más delgados. La cajera de supermercado parlanchina que no puede resistirse a comentar al cobrarme los aguacates que tienen "grasas de las buenas". La vecina que me saluda cuando saco a pasear a mi perro y comenta, con una voz demasiado teñida de incredulidad, que ella se quedaría "sin aliento" al andar si estuviera como yo.

Quiero preguntarle qué es lo que quiere decir exactamente cuando dice "si estuviera como tú" para ver cómo se atropella con eufemismos como "talla grande" o "curvy"; quiero insistirle mediante preguntas exageradamente educadas para que diga lo que de verdad piensa. Pero no lo hago. La ignoro y sigo caminando. Es una muestra de resistencia hercúlea.

Intento creer que si ignoroestos minúsculos insultos (algunos de ellos quizás inconscientes por parte de la gente que los pronuncia) o al menos finjo que no es porque sea como soy,cada vez los soportaré mejor. Es como si me metiera en una bañera de agua hirviendo y soplara para hacerme creer que se está enfriando, que cada vez será más fácil de soportar, pese a las ampollas que me saldrían en la piel.

Las personas delgadas consiguen el privilegio de la dignidad por defecto, pero las personas gordas nos lo tenemos que ganar. Yo lo intenté hace años: me daba un atracón y me purgaba, corría en la cinta hasta que me dolían las rodillas; corrí hasta que me desplomé sobre la cinta en movimiento y me raspé las pobres palmas de las manos y mi pobre tripa; corrí hasta tener que sentarme del dolor, hasta que me apiadé de mi tripa magullada, hasta que me di cuenta de que esta infernal espiral de meter calorías y quemar calorías no merecía que arriesgara mi salud.

Las personas delgadas consiguen el privilegio de la dignidad por defecto, pero las personas gordas nos lo tenemos que ganar.

Sería fácil someterme al mensaje que me mandan el jefe cabrón, la "religiosa" de la cafetería y la doctora que me mencionó alegremente el tema de hacerme una cirugía de reducción de peso mientras me introducía el espéculo por la vagina ("te iría genial porque podrías seguir comiendo tarta de chocolate"): mi cuerpo es un problema que necesita solución. Los únicos "gordos buenos" son quienes están dispuestos a pasar hambre, a correr en la cinta hasta que le cedan las rodillas, a consagrar su preciada energía mental para seguir una dieta o incluso a amputarse órganos internos para dejar de ser gordos. En cuanto estén delgados, ya pueden ser personas válidas.

Mi valentía consiste en decir que ya soy válida tal y como soy.

Quiero decirle a la mujer de la cafetería que ya soy fuerte. Vivo en este cuerpo, estoy creando un hogar en este mundo con este cuerpo, creando arte y haciendo el amor con este cuerpo, pese a que todos los aspectos de esta cultura me dicen con insistencia machacona que no tengo el derecho a hacerlo.

Me levanté tras esa caída, con la cinta de correr chirriando junto a mí y con las piernas temblando de miedo y dolor, pero fueron suficientemente fuertes para sostenerme en pie.

Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.