Funcionarios de prisiones: cualquier parecido con la ficción es mera coincidencia

Funcionarios de prisiones: cualquier parecido con la ficción es mera coincidencia

La atención se centra en los presos mediáticos y sus condiciones pero, ¿cómo trabajan de veras los 25.000 empleados que tienen la cárcel por oficina?

FRED DUFOUR / Getty Images

Los incontables casos de corrupción o los dolorosos crímenes que han sacudido recientemente España han hecho que aprendamos la lista de las principales prisiones del país casi como si fuera la de los ríos y sus afluentes: Estremera, Brieva, Picassent, Valdemoro, Soto del Real, Zuera, A Lama, El Acebuche, Alhaurín... En ella se encuentran los presos mediáticos que llenan titulares.

Las cárceles, además, están de moda en la ficción, de Vis a vis a Fariña, pasando por nuevos clásicos como Prison Break y Orange is the new black. O sea, sabemos todo sobre cómo quema sus horas Iñaki Urdangarin y completamos el dibujo de lo que pasa dentro de las galerías con las aventuras de Alba Flores y Najwa Nimri pero, ¿sabemos de veras cómo es trabajar en una cárcel?

Esta es una radiografía de situación de los funcionarios de prisiones españoles, sus rutinas, sus anhelos y sus miedos, justo cuando comienzan las reuniones del grupo de trabajo en el que el Gobierno y los sindicatos debatirán sus principales reivindicaciones.

Cuántos son. Dónde están

Actualmente, existen en España un centenar de centros penitenciarios dependientes del Ministerio del Interior, entre los de régimen ordinario, de inserción social, psiquiátricos, unidades de madres o servicios de gestión de penas. En Cataluña las competencias están transferidas, algo por lo que pelea también el País Vasco.

La plantilla, según datos oficiales, es de 24.925 trabajadores, para una población reclusa de 51.793 personas (aproximadamente un 40% de origen extranjero). La media supera ligeramente los dos presos por empleado, pero el dato es engañoso, ya que surge de la suma de todos los funcionarios: el que custodia al recluso, el enfermero, el personal de oficina... No hay, pues, un vigilante por cada dos presos. De hecho, sindicatos como CSIF o Acaip explican que en los últimos años se ha producido una merma en las plantillas -jubilaciones que no se cubren, falta de convocatorias de empleo-, que ahora deja una brecha de entre de 2.000 y 3.500 funcionarios.

En cada centro hay entre 500 y 550 empleados en plantilla, de los que el grupo de vigilancia es el más numeroso, el que se encarga de la seguridad directa de los reclusos. Para ser funcionario de prisiones hay que pasar forzosamente una oposición. El 70% de ellos tienen una diplomatura o titulación universitaria.

La cárcel, tu oficina

Los funcionarios hablan, cada vez más, pero mejor con iniciales, por lo que se pueda leer en los despachos y en la propia prisión. J. trabaja en A Lama, la cárcel en la que espera juicio José Enrique Abuín Gey, El Chicle, asesino confeso de Diana Quer. No es gallego, pero allí acabó porque había plaza, un movimiento habitual en el gremio, algo parecido a lo que ocurre en la Guardia Civil o la Policía Nacional. Espera traslado, "más al sur", cerca de casa.

Recio, profesional, describe su rutina conforme al reloj: a las 8 pasa el control de acceso, a y media abren las celdas, recuento, desayuno y a las zonas comunes. "Hay quien se va a un taller, hay quien tiene sesión de tratamiento de adicciones o problemas... y así hasta la comida, luego a la celda de dos a cuatro y media, patio hasta las siete, más recuento, cena y a dormir", explica. Su labor es la de "mantener el ambiente pacífico, prevenir los conflictos, actuar cuando saltan y que haya el máximo de normalidad posible", detalla.

"Uno de pequeño no va y grita: "Quiero ser funcionario de prisiones". La primera imagen que se te viene es la del carcelero de las películas y dices: "Yo no soy así". Luego te informas, lees y cambias. La práctica lo confirma. Somos personas necesarias para ayudar a pasar los días a personas condenadas por diversos delitos, a que haya orden en una institución en la que eso es esencial y con un comportamiento que sirva a los internos también en su proceso de vuelta a la vida civil", destaca.

Se aferra al "protocolo" y las "normas" para ahuyentar los miedos, "que los hay", confiesa. Directamente no ha sufrido agresiones, aunque sí las ha visto en carne de otros colegas. "Es duro. A veces salta todo por el motivo más tonto". En su piel, sabe de "intimidaciones", de "peticiones que parecen órdenes" y de "peticiones que tú sabrás si concedes o no". "Aprendes a nadar y guardar la ropa. No somos los amigos de los presos, pero pueden contar con nosotros. Es un equilibrio difícil entre autoridad y cercanía. Y he descubierto que es un reto apasionante, aunque la sociedad no te lo suele reconocer", se duele. ¿Se siente valorado? "No mucho. Mis amigos me preguntan poco por mi labor, da como reparo. A veces no sé si piensan que damos más miedo que los presos", lamenta.

C. es funcionario en Puerto III, en El Puerto de Santa María (Cádiz), una de las cárceles con mayor número de presos peligrosos de España. El trabajo que cuenta es idéntico al de su colega. "Que no haya peleas, que no haya conflictos, que revisemos lo que pasa en los módulos, que entremos en una celda cuando se nos pide porque hay sospechas de algo, que hagamos cacheos o requisa de barrotes... Eso es lo diario", cuenta. Entra más al trapo: para él, lo más complicado del oficio es "mantener la cabeza en su lugar" cuando "ves todos los días a gente que ha cometido delitos duros, como asesinatos o violaciones". "Les miras a la cara, sabes lo que han hecho, saben que lo sabes, así que se crea una tensión especial. Con esa hay que convivir cada día. Los tenemos que tratar a todos igual. Yo, que venía del mundo del Ejército, al principio no me acostumbraba y tenía muchos prejuicios. Hoy creo que he logrado ser profesional en eso", explica.

En su centro ha sido testigo de incendios provocados -el último, en junio, dejó seis trabajadores heridos-, agresiones físicas y un intento de secuestro. Motines, dice, ya es "muy difícil" que haya, es cosa de los 80 y 90. "No llevamos armas, no nos dan clases de defensa personal. Aquí el que es tirillas o es cachas lo es porque se lo monta a su manera en el gimnasio. Lo que tenemos que hacer cuando todo se complica es dialogar. A veces es complicado, porque se suman la impotencia y los nervios de estar cada día encerrado, pero lo hacemos. Por eso deberían tenernos en cuenta en los Gobiernos", dice.

Reconoce que ese pan de cada día es difícil de tragar sin fortaleza mental y confiesa que ha necesitado ayuda puntual de psicólogos, sobre todo al inicio de su carrera. "Es un ambiente triste, es duro llevarlo, no puedes hacer comentarios normales como harías con otros colegas de trabajo porque allí hay gente que no puede ir a ver al Cádiz un domingo, por ejemplo. Pero, a la vez que te come un poco el alma este trabajo, aprendes también a relativizar los males pequeños de cada día y a disfrutar de la calle, de tu gente, de tu libertad. Es una lección", resume. ¿Es un trabajo que quiera para sus hijos? "Si lo dignifican un poco, sí. Igual que enderezas a un niño en la escuela, enderezas a un delincuente en prisión. Es una etapa para aprender y volver a la calle, sin repetir lo que hicieron. Ser parte de esa cadena me hace sentir bien".

300 agresiones en el mejor año

Trabajar con algo tan volátil como un grupo de personas condenadas por diversos delitos y privadas de libertad lleva, en ocasiones, al conflicto. Los principales sindicatos nacionales denuncian que, en el mejor de los años, la media es de unas 300 agresiones a funcionarios. Bajo esa etiqueta se engloban los golpes, los mordiscos, los cabezazos, los pinchazos...

Hay altibajos: en 2011, según datos de Interior, se contabilizaron 421 agresiones, por ejemplo, un pico tremendo. La cifra no sube notablemente desde entonces, pero preocupa que no baje más, teniendo en cuenta que sí lo hace la población reclusa, que ha pasado de unas 60.000 personas en 2011 a las poco más de 51.000 actuales. Y están concentradas: 19 cárceles acaparan el 57,5% de los casos, dada la peligrosidad de los reclusos que guardan.

El presidente de CSIF Prisiones Madrid, Javier Ayala, responde un "sí" claro a la pregunta de si es peligroso hoy ser funcionario en las cárceles. "Estamos todos los días en contacto con presos de todo tipo, tomando decisiones muy delicadas. Hay módulos en los que directamente no hay contacto con el interno por su peligrosidad, que supone un peligro inminente, pero cuando ese contacto es forzado te expones sí o sí a un acto violento", indica.

Por ejemplo, cuenta que hace poco, en Navalcarnero, "un compañero tuvo que entrar con un extintor en una celda de aislamiento en la que un preso había iniciado un fuego. O si hay peleas y hay que mediar y te llevas parte. Eso no es extraño, sino normal. Nuestro trabajo es impedir que pase". Justo en esa cárcel, el pasado domingo otro preso atacó a tres funcionarios y a uno de ellos le arrancó la oreja de un mordisco. Según UGT-Prisiones, el agresor es un preso muy peligroso, procesado por delitos de homicidio, estafa, lesiones y robo, que estaba extorsionando a sus compañeros de celda. Ante la denuncia, acabó enfurecido, entró en la sala de día, rompió una silla y utilizó una pata "como arma intimidatoria".

Datos fiables no hay sobre la factura que pasan estas agresiones. A veces no se catalogan las agresiones igual desde un sindicato que desde la administración, pero "es innegable" que "hay muchos casos de ansiedad, de estrés, de miedo insuperable y agresiones que hacen que un trabajador, cuando regresa de la baja, sea incapaz de desempeñar su trabajo como antes porque el bloqueo está ahí, no se ha ido". En ocasiones, se piden traslados a puestos en los que no hay contacto con los internos, pero no siempre se conceden.

Demasiadas deudas pendientes

Javier Ayala -que representa al sindicato mayoritario en la Mesa de Negociación de Prisiones-, define la tarea de los funcionarios de las cárceles españolas como "esencial" para la democracia. Sin embargo, el pago que reciben (en dinero, en condiciones y en respeto) "no va en consonancia" con esa labor. Las deudas pendientes de la administración central con ellos son "demasiadas" y por eso confían, como tantos otros colectivos, en el que nuevo gobierno de Pedro Sánchez sea el que les escuche y les dé lo que piden. "Hace falta de todo: mejoras retributivas, más oferta de empleo público, menos externalización, más centros, hasta otros uniformes", se queja.

La negociación crucial que tienen abierta en este momento es la de la equiparación salarial con respecto a los empleados de Cataluña, que dependen de la Generalitat. Si los policías y los guardias civiles lograron en marzo la igualación progresiva a los mossos, ahora ellos piden lo propio: "somos vecinos de portal y no aguantamos que se mantenga el agravio con nosotros". Este martes empiezan las negociaciones con el ministerio que comanda Fernando Grande-Marlaska.

Las diferencias con un funcionario catalán van desde los 1.600 euros anuales en un puesto de oficinas hasta los 25.000 de un jurista o un director de prisión. Sacando una media del montante total, dejando a un lado las numerosas categorías, un funcionario destinado en Cataluña gana 750 euros más al mes que uno destinado en otra comunidad española. "El que vigila a Oriol Junqueras en Cataluña [ahora está en Lledoners, en Sant Joan de Vilatorrada]gana 750 euros más que el que vigila a alguien de la Gürtel en Estremera", dice gráficamente Ayala. Para superar estas diferencias, reclaman entre 150 y 160 millones de euros más, una cuantía "pequeña", que puede arañarse incluso de los fondos de la propia secretaría general, sin dedicar partidas extraordinarias. "Es una cuestión contable... y de voluntad", explica el portavoz sindical.

Además, los funcionarios de prisiones están dando la pelea para que se revisen las cinco categorías o grupos profesionales que tienen. Actualmente, hay una categoría intermedia, denominada B, que no "tiene contenido", y quieren que ahí se pase a los trabajadores de la categoría C1, para la que ahora se pide bachiller superior, en la que está en grueso de la plantilla (unas 19.000 personas). Eso significa que se pediría una titulación de técnico superior para acceder a la oposición y que los trabajadores tendrían un aumento en el sueldo base (de 734 a 855 euros) y una mejora cuando pasen a la jubilación (de 24.500 euros anuales a 27.900).

En la mesa de negociación abierta con el Gobierno, la cobertura de las vacantes es otro de los asuntos troncales. El CSIF sostiene que calculan que hay 3.500 las plazas sin cubrir, aunque oficialmente se reconocen 2.554. "Cubrirlas significa mayor seguridad al trabajar, menos agresiones y mejores prestaciones", dice tajante.

Abrir otra cárcel que está pendiente en Soria o acabar la de Siete Aguas, en la Comunidad Valenciana, ayudaría también, dicen, a superar el problema de hacinamiento actual. Ya no es tan complicado como hace unos años, afinan, pero sigue habiendo "sobreocupación". "Ya no hablamos del ideal que marca la norma, que es un interno por celda; se entiende y se da por hecho que va a haber dos en cada una, así que las prisiones que de partida están programadas para tener unos mil reclusos, es fácil que superen la cifra. Hablamos de sobreocupación no cuando hay poco más de mil, sino que llegamos a 1.500 o 1.600. Claro, si entran dos presos en cada celda, sí, pueden llegar a 2.000, pero oiga, la prisión ya está superando lo previsto", detalla. Con esos datos, la ratio es de cien internos por funcionario, con dos o tres funcionarios por módulo. "La vida real es más dura que los números, que quedan bonitos sobre el papel", se queja.

A su vez, quieren que deje de externalizar la vigilancia perimetral de las prisiones con guardias privados, que cuestan 33 millones al año y que duplican o hasta triplican las labores de la Guardia Civil y la Policía Nacional, con el "derroche de gasto" que supone. Ese solapamiento de personal viene, explica, del fin de las escoltas para los amenazados por ETA en toda España, a los que había que "recolocar". ¿No es complicado coordinar todo eso? "Bueno, sería complicado si hubiera una coordinación -responde irónico Ayala-. Sólo hay acumulación".

Y la renovación tiene que llegar, "sí o sí", hasta al uniforme. Las instalaciones son cada día más modernas, dice CSIF, pero de poco vale si no se tiene lo esencial: la protección con que un funcionario se enfrente a cuerpo a un recluso. El uniforme es "de risa", denuncia. Si los policías van pertrechados a detener a estos criminales peligrosos, luego en la prisión no hay nada de nada. "Frente a los cascos, los chalecos reforzados, los guantes... está nuestra gente, con su polo y su pantalón y sus zapatos. Ese es su escudo". Existen unos extra para casos de intervención especial -"medios coercitivos" se llaman-, que se han mejorado recientemente, pero a veces no son compatibles con una intervención rápida porque tarda mucho en colocarse. Piden, por ejemplo, unos guantes anticorte para cacheos. A veces se ponen de plástico, como los de las fruterías, y encima los oficiales, para que escurra la hoja, pero con una jeringuilla o una cuchilla, no se evita el daño.

Que no, que no viven en un decorado de Celda 211, pero que necesitan "un poco más de atención y de comprensión" para que la realidad no supere a la ficción.