Meloni 'desdemoniza' la ultraderecha y se convierte en la salida desesperada de los italianos

Meloni 'desdemoniza' la ultraderecha y se convierte en la salida desesperada de los italianos

Hermanos de Italia pasa de una posición residual a primera fuerza con un discurso de cambio frente al fracaso de ejecutivos encadenados, poniendo en jaque libertades de décadas.

Giorgia Meloni, el 11 de septiembre pasado, durante un mitin en Milán.Flavio Lo Scalzo via Reuters

A lomos del desencanto general, la ultraderecha ha ganado las elecciones en Italia. El país arrastraba ya tres Gobiernos en la última legislatura y veía cómo todas las alianzas y los gabinetes de unidad se iban derrumbando por peleas internas, ideológicas unas y personales otras. Los ciudadanos, cansadísimos, ya las entendían todas como egoístas, porque nunca llegaban las soluciones a sus problemas. Quedaba sólo un partido que no había tocado poder, Hermanos de Italia (Fratelli d’Italia, FDI). Se mantuvo en la oposición frente al actual primer ministro, Mario Draghi, y así, lo ha tenido fácil, siempre a la contra. Ahora ha recogido los frutos de esa postura, ha pasado en cinco años del 4 al 25% de los votos, según los primeros sondeos, y su líder, Giorgia Meloni, aspira a ser primera ministra. La primera mujer en el timón de Italia. No era este tipo de mujer, no, la que generaba ilusiones de progreso.

Vuelan las etiquetas para definir a Meloni estos días, de fascista (light o dura, según el gusto) a radical de derechas, de hiperconservadora a ultranacionalista, de populista a iliberal. Puede encajar en muchas de esas categorías, si no en todas ellas, ahí está su pensamiento: “Dios, patria y familia” es su lema, defiende posiciones ultraconservadoras en lo social y liberales en lo económico, en sus discursos hace constantes ataques a la comunidad LGTBI o a las mujeres que abortan, a los migrantes que, denuncia, busca la “islamización” de Europa. A grito pelado lo manifestó en un mitin de Vox en Marbella que se ha convertido en su mejor carta de presentación. Clarísimo. Una involución desconocida desde la Segunda Guerra Mundial que desafía los derechos y libertades conquistadas durante décadas y que hacen que Occidente, Europa, sean como son.

Y, sin embargo, esta periodista de formación, que sólo ha tenido vida profesional en la política, de 45 años y romana de nacimiento, ha ido dulcificando su discurso, rebajando sobre todo sus críticas a los “burócratas” de la Unión Europea, alejándose de ese Vladimir Putin que para ella era un referente -“Rusia es parte de nuestro de sistemas de valores europeos”, “una defensora de la identidad cristiana”, afirmaba en su biografía, Io sono Giorgia-, tratando de apaciguar miedos para resumirse en una señora con respuestas ante el desaguisado patrio. Lo ha conseguido. No sólo ha pescado en el río revuelto del malestar ciudadano sino que ha logrado lo que tanto ha intentado y no ha cuajado del todo la francesa Marine Le Pen: desdemononizar a la ultraderecha, normalizar el neofascismo, tenerlo en el abanico de partidos como una opción más. La dama ganadora de la ultraderecha europea ha acabado siendo italiana, no gala.

En Italia no ha habido cordones sanitarios posibles que eviten que los ultras lleguen a la jefatura del Gobierno. Meloni ha trepado en popularidad por encima de los dos partidos de derechas más destacados en la historia reciente del país, la Liga Norte de Matteo Salvini y Forza Italia de Silvio Berlusconi, ambos con apoyos menguantes y con los que ha firmado un acuerdo de gobernabilidad. Cada uno ha ido con listas separadas pero han prometido unirse y formar equipo, uno estable y que gestione durante cinco años, desean, un país donde la media de los Ejecutivos no llega a los dos años.

Ha sabido anteponer su papel de supuesta solución a su propia ideología, hacer cristalizar un programa vago, de 15 puntos, en que se se suman tendencias de las tres derechas distintas que se han alineado, pero que compromete a poco y deja muchos hilos pendientes, lagunas, dudas. Al menos, de palabra. ¿Es eso un teatro o voluntad de entendimiento? ¿Una renuncia parcial por el bien común o una mera estrategia para ganar, de usar y tirar?

Habrá que ver si echa mano de pragmatismo, cuán condicionada estará por sus socios, pero de momento en Italia se ha evidenciado ya que el populismo sigue presente, que el trumpismo sobrevive a Donald Trump, que el ultranacionalismo del Brexit está aún en el corazón del continente europeo, y que no perdona ni a un país donde el cerco al fascismo ha sido una seña de identidad de la derecha y la izquierda, un país que fundó la UE como hoy la conocemos.

Reparto de culpas

Frente a los Hermanos y sus aliados no ha habido una izquierda o centro izquierda capaz de armarse, no sólo para satisfacer a los ciudadanos, sino para prevenir que alguien como Meloni gobierne. Le han allanado el terreno al no poder mantener a Draghi en el poder en la crisis del pasado verano, al fragmentarse luego en al menos tres grandes tendencias, enemistadas entre sí y, por tanto, sin posibilidades de pactar nada. No han sabido alertar de los riesgos de la derecha radical, más allá de avisos sin mucho calado sobre si llegarán o no los fondos de la UE si Fratelli se extralimita y viola el estado de derecho, como está pasando en Hungría, un país que es un espejo en el que mirarse para Meloni. Los casi 36.000 millones de euros que ha recibido Italia ya le convierten en el país que más fondos ha ingresado para desplegar el plan de recuperación, además. Ella ha suavizado sus mensajes euroescépticos y hasta comenzó a gritar menos en sus mítines, a usar un aire gubernamental. Como diciendo: “yo no haré nada malo”. El voto al final no ha sido ideológico, sino un mensaje desesperado de petición de ayuda.

La ultraderecha ya ha estado antes, no a la cabeza, como primera fuerza, pero sí en coaliciones. La propia Meloni fue la ministra más joven de la historia nacional de la mano de Berlusconi, que le entregó en 2008 la cartera de Juventud. Venía de la sección juvenil del Movimiento Social Italiano, considerado el heredero del Partido Nacional Fascista de Benito Mussolini, que se había integrado con los de il cavaliere. Preocupa que ahora, desde arriba, marque el rumbo.

No lo tendrá sencillo, porque Berlusconi y Salvini prometen ponerle las cosas complicadas, vender caros sus indispensables apoyos. Habrá pelea por los puestos del Gobierno y por las políticas, con diferencias en impuestos y deuda pública, política exterior o ayudas sociales, de ahí que cantar victoria hablando de unidad aún sea un poco precipitado. Es lo que venden, aún así, porque es lo que más desean los italianos, frente a la inestabilidad y el hartazgo. Es una de las grandes preguntas ahora: cómo actuarán las tres fuerzas como suma y como consejo de ministros, con Salvini radicalizando -hay analistas que lo creen más peligroso que Meloni- y con Berlusconi templando.

Bruselas mira con recelo este ascenso. No le puede gustar que gane quien defiende las violaciones de sus protocolos fundacionales por parte de Budapest (con palabras y con votos en el Europarlamento) ni quien siempre ha querido menos Europa, declaradamente. Hay que ver lo que Meloni, los suyos y sus socios hacen con el sistema judicial, las universidades o garantías sociales como los salarios mínimos, áreas tocadas por ejemplo en Hungría y de las que ahora los ultras no quieren hablar. ¿Mientras, para siempre? Hay que esperar.

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, ya lanzó esta semana un aviso a navegantes: “Mi planteamiento es que cualquier Gobierno democrático que esté dispuesto a trabajar con nosotros, trabajaremos juntos (...). Si las cosas van en una dirección difícil, como he mencionado respecto a Hungría y Polonia, tenemos herramientas”, dijo desde Estados Unidos. La lectura más tranquilizadora es que a Meloni no le merece la pena radicalizarse más y buscarse un enemigo en la UE, por más que sea la tercera economía del continente pasa por el mismo tiempo de vacas flacas de todos, con la guerra de Ucrania y sus consecuencias, y no se puede permitir perder ni un euro de fondos. No se entendería en Italia, un país donde casi el 40% de los ciudadanos se ha quedado sin votar porque nadie le encandilaba o, al menos, apoyaba a una fuerza con la nariz tapada, lo que quiere decir que Hermanos de Italia tiene muchos apoyos, sí, pero sólo de los movilizados. No hay que perder de vista el grupo de quienes no han hablado. Están ahí, pueden moverse, reclamar, actuar.

Sí pueden llegar pronto más restricciones a los derechos civiles y políticas sobre LGBTI e inmigrantes, como las que en el pasado ya aplicó Salvini, quien espera regresar al Ministerio del Interior para detener los barcos de inmigrantes que cruzan desde Libia, por lo que ahora mismo está siendo enjuiciado. También hay prometida una reforma constitucional que preocupa, porque quiere cambiar el sistema presidencialista y alterar las bases de la democracia liberal nacional. Porque son lo que son, porque ahora tienen las riendas.

Tocará vigilar, fiscalizar, exigir, tanto desde la calle italiana, que está hundida pero no se ha vuelto fascista en cinco años, como desde Europa, que ve cómo las sucesivas crisis llevan de nuevo a los ciudadanos a los brazos de los radicales. España debe tomar nota seriamente, con Vox ya dentro de demasiadas instituciones. Italia lleva décadas, además, siendo imprevisible, con 67 Ejecutivos en 75 años, y el factor calma no suele estar casi nunca en la ecuación, tampoco.

Está todo por pasar.