Ten-Fe-En-Ti

Ten-Fe-En-Ti

Los 88 Peldaños del Éxito

Cuando era niño ni mi entorno ni mis profesores vieron nada de especial en mí. Nadie me ayudó a detectar mis pozos de petróleo y apenas escuché palabras alentadoras de los adultos que me rodeaban. Más bien lo contrario.

Existen cuatro palabras que forman una frase única, la cual me haría feliz que algún día algún gurú declare como la frase más poderosa del mundo:

«Yo creo en ti».

Si quieres transformar para mejor la vida de una persona, tan sólo haz uso de ella y observa su explosividad.

Lamentablemente yo no tuve el privilegio de escucharla.

De hecho tuve una relación en Estados Unidos con una chica que sí me regaló unas palabras igual de explosivas, pero en la dirección contraria:

«Tú nunca llegarás a nada porque no tienes iniciativa. Eres buena persona, pero siempre serás un fracasado».

No, no fue un ataque de ira. Ojalá lo hubiera sido. Las creía realmente.

Cuánto poder tienen... y cuán destructivo.

La bauticé como la frase-tóxica. Ella sola estuvo apunto de hundirme.

Por suerte fui reconstruyendo mi autoestima, en parte por instinto de supervivencia, y en parte motivado por las palabras de la frase-tóxica. No había nada que desease más en el mundo que despojar esas palabras de toda legitimidad. Reorienté mi objetivo, afilé la espada en la que se convirtió mi mente y concentré mi energía como un soldador concentra el calor del soplete.

En tres ocasiones conseguí lograr que las mismas palabras que me tildaban de fracasado se convirtieran en el azúcar que aumentó la dulzura de mis tres victorias.

Éstas son, sin un orden cronológico concreto, mis tres historias. Las he denominado:

Ten-Fe-En-Ti-Uno, Ten-Fe-En-Ti-Dos, y Ten-Fe-En-Ti-Tres

Durante mi estancia en el estado de Georgia trabajando de voluntario con los refugiados políticos de Bosnia tuve la oportunidad de conocer a CJ (así se hacía llamar, nunca llegué a conocer su nombre real), un afroamericano de dos metros, director de música en una iglesia baptista, el cual no solo impresionaba por su estatura, sino por su dominio del órgano Hammond y sus logros con su renombrado coro de música góspel. Le caí en gracia y durante meses me enseñó muchos de sus trucos musicales, los cuales me permitieron avanzar en el dominio de la música góspel. Cuando regresé al estado al que llamaba hogar, Virginia, me armé de fe en mí mismo para combatir aquellas funestas palabras que todavía rezumbaban en mi mente y me presenté a un puesto de director de música en una iglesia afroamericana. El reverendo no daba crédito:

—Not only are you not black, you're not even American. Can you really play gospel music? [No sólo no eres negro, sino que ni siquiera eres estadounidense. ¿De verdad sabes tocar música góspel?]

Me senté al piano, olvidé por un momento que estaba en una entrevista de trabajo, y muté, a fin de extraer lo mejor de mí. El rostro del reverendo se debatía entre expresiones de entusiasmo y descrédito a partes iguales. Unos minutos después, sus palabras confirmaban mis esperanzas:

—Brother, you've got the job [Hermano, el trabajo es tuyo]. No solo dirigí un coro cuyos miembros me doblaban la edad, sino que acabé siendo el primer español en Estados Unidos en convertirse en director de música góspel en una iglesia afroamericana.

Recordé las palabras de la persona que había sido mi pareja y sonreí.

Hasta ahí mi relato Ten-Fe-En-Ti-Uno.

El dos sucedió estando en China. Acababa de aprenderme una nueva canción en mandarín, la cual, tocada a la guitarra, no sonaba mal y conseguía extraer sonrisas entre los nativos. A los chinos, escuchar a un occidental cantando en su idioma les resulta todo un espectáculo, por lo que mis amigos reunieron a los suyos para formar entre todos ellos un público que, aún siendo reducido, era mayor del que yo deseaba, pues mi canción era el principio de mi repertorio... pero también el fin.

Meses después de mi «concierto de una canción» recibí un correo con uno de esos textos que supuestamente han sido reenviados alrededor del mundo en el que se me comunicaba que había ganado un concurso. Sin dudar lo marqué como correo no deseado y lo borré. Dos semanas más tarde volví a recibir el mismo correo, y al leerlo con más calma me fijé que decía «ha ganado usted un concurso en China, anxo, ¿va a venir a recoger el premio o prefiere que se lo demos al siguiente participante?». Al ver mi nombre me di cuenta de que no era un email genérico, por lo que me leí la misiva entera con detenimiento.

Mis ojos no daban crédito.

Durante mi concierto de una canción había sucedido algo inaudito. Sin que yo me diese cuenta de ello, una de las personas de entre mi escaso público había grabado un vídeo de mi actuación y lo había enviado a un concurso de radio nacional para extranjeros cantando en chino. Las votaciones se realizaban por internet, y mi vídeo no solo estaba circulando por toda China, sino que ¡había salido ganador con 11.800 votos!

Yo era el primer asombrado.

Unas semanas después de la notificación me encontraba en China recordando cada una de las palabras de la frase-tóxica con una sonrisa dibujada de nuevo en mi cara, mientras disfrutaba del premio que acababan de otorgarme: un viaje cultural de ocho días por el país con todos los gastos pagados.

Las frases tóxicas debes usarlas como el escalón sobre el que colocar tu pie y coger impulso para llegar aún más alto

Ten-Fe-En-Ti-Tres tuvo lugar durante mi estancia en la ONU

Me enteré de que iban a rodar un largometraje de bajo presupuesto en la zona y que el casting se iba a realizar en Ginebra, a unas manzanas de donde yo vivía. Una de las mitades de mi cerebro, la que todavía estaba infectada, me repetía la afirmación de que si decidía presentarme, bien me acabaría echando atrás porque no tenía iniciativa, bien acabaría con el rabo entre las piernas porque era un fracasado. Pero todavía me quedaba la otra mitad, aquella que sí tenía fe en mí y me decía que lo intentase.

Llegó el día, afloraron los nervios, me presenté a la prueba y efectivamente me acobardé. Hablé con la amable señorita que me recibió en la puerta, le confesé que no estaba preparado y le pregunté si podría darme otra hora para volver a intentarlo. «Justo acaban de cancelar para las 20.30h. Aprovecha esta vez tu segunda oportunidad.» Le di las gracias con insistencia y me fui corriendo a casa a estudiar la separata mientras mis palpitaciones se disparaban con el júbilo.

Volví a la hora señalada. Las palpitaciones recuperaron la velocidad de antes, aunque esta vez por miedo escénico. Mi interpretación fue desastrosa, pero milagrosamente no me dejaron fuera. Pasé la primera prueba, me llamaron para una segunda unos días después y finalmente para una tercera.

Una semana después se confirmaba lo insólito. ¡Acababa de conseguir el papel principal del largometraje!

No solo era mi primer casting y, por supuesto, mi primera película, sino que acababa de superar a decenas de actores que en experiencia me llevaban años de ventaja. Tras la llamada que me lo comunicó, recordé las miles de veces que la frase-tóxica me hizo dudar de mí mismo y rompí a llorar.

El rodaje transcurrió mayormente entre Francia, Ginebra, Nyon, y Zúrich y duró varios meses. Aunque después seguí trabajando en el cine en otro tipo de producciones, ese es el único largometraje en el que he participado. La experiencia fue enriquecedora y sencillamente preciosa, tanto como el día en que mi familia voló a Suiza para asistir al estreno.

La película cambió mi vida, y de hecho decidí dejar un puesto seguro en la ONU por el cine, dedicándome a ello por unos años.

Supongo que te preguntarás si he vuelto a tener contacto con la autora de la frase-tóxica y, sobre todo, si le he contado los tres relatos a modo de «trágate tus palabras». Lo cierto es que no. Intento alejarme de cualquier deseo de desquite o revancha y centrarme exclusivamente en mejorar como persona. El valor que yo veía en cada triunfo era poder recuperarme del daño de sus palabras, y no que ella tuviese que tragárselas. Buscaba curarme del daño más que dañar; evitar sentirme herido más que herir. Tanto ella como yo en aquellos momentos éramos inmaduros y estoy seguro de que hoy ella no usaría esas palabras, ni conmigo ni con nadie. Si bien el efecto de esa frase es tremendamente dañino y pernicioso, yo creo que ella nunca la dijo con la intención de agujerear mi autoestima. No le guardo ningún rencor.

Si hay un motivo por el que he relatado estas tres historias, es porque las frases-tóxicas son tan dolorosas para mí, como para ti, como para cualquiera, pero no debes creerlas. Debes usarlas como el escalón sobre el que colocar tu pie y coger impulso para llegar aún más alto, y recordarlas solo para que tu triunfo, el día que llegue, gracias a ellas sea aún más dulce.

#88peldaños

Cree en ti mismo. Cada vez que lo haces conviertes una gota de tu potencial...

... en dos.

@ANXO

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