Tengo vaginismo y el sexo es una tortura para mí

Tengo vaginismo y el sexo es una tortura para mí

Rawpixel via Getty Images

El sexo duele. Me lo han dicho toda la vida. Si tienes vagina, probablemente también te lo hayan dicho a ti.

Pero, ¿cuánto se supone que tiene que doler?

Si buscas en Google "el sexo duele" como he hecho yo misma millones de veces en los últimos cuatro años, recibirás montones de respuestas distintas. Según Psychology Today, la primera vez le duele a 1 de cada 3 mujeres, y según Scarleteen y Seventeen Magazine, no debería doler nada, sobre todo si no es la primera vez. Hay que señalar que las publicaciones más destacadas en el buscador son revistas para adolescentes.

Entonces, si el sexo no debería doler tras la primera vez, ¿qué narices me pasa a mí?

La primera vez que tuve una relación sexual en la que me metieron el pene fue dolorosa. No solo dolorosa: fue una completa tortura. Para ser sincera, ni siquiera conseguimos que entrara todo el pene y acabamos los dos riéndonos y llorando porque se suponía que así tenía que ser la primera vez, ¿no?

Pero fue tan dolorosa como la segunda vez. Y como la tercera. Y como la vigésima. Y así sucesivamente.

Me di cuenta de que había algo diferente en mi extrañamente tensa vagina mientras estaba sentada en corro dentro de un jacuzzi a la poco tierna edad de 17 años. Estábamos contando historias de sexo porque, bueno, teníamos 17 años y era "normal" tratar de aprender cosas. Una de las chicas fue valiente y preguntó: "¿Y es verdad que el sexo... bueno..., es verdad que duele tanto?".

La primera vez fue una completa tortura. Pero fue tan dolorosa como la segunda vez. Y como la tercera. Y como la vigésima. Y así sucesivamente.

Me entusiasmó su pregunta. Por fin alguien hablaba del dolor en vez de compartir detalles sobre las posturas que habían probado, algo que me hundía aún más. Me erguí como un resorte, salpicando a las chicas que me rodeaban, y dije (más bien chillé): "¡Sí!".

Ahora que lo pienso, es probable que la aterrorizara.

"A mí a veces todavía me duele", añadí, solo que no era a veces. Era siempre.

Y en seguida mis amigas se pusieron a decir que no era para tanto, que el pene entraba fácilmente. Yo bromeé diciendo que debía de tener una vagina diminuta o que gravitaba en torno a hombres con penes descomunales. Nos reímos todas. La siguiente vez que nos reunimos y la conversación empezó a ir sobre sexo, mentí y dije que ya no me dolía. Se suponía que ya no tenía que doler, ¿no?

Empecé a leer artículos sobre el dolor durante el sexo. Leí que el sexo doloroso es una mentira elaborada por hombres que no quieren tomarse su tiempo para que la mujer "caliente motores". Leí que, si estás excitada de verdad, el sexo da placer. Probablemente sea cierto para personas con vaginas normales, pero esos artículos me hicieron sentirme avergonzada y hasta defectuosa. Estaba excitada, estaba relajada, pero seguía siendo doloroso de narices. Me convencí de que mi planteamiento era incorrecto. Quizás no estaba suficientemente excitada. Si el sexo me resultaba doloroso en vez de liberador, ¿significaba que no era una buena feminista? Me sentía terriblemente avergonzada. Por un lado, porque estaba practicando sexo y me resultaba incómodo decírselo a los médicos o terapeutas. Por otro lado, me avergonzaba no poder "hacerlo" del todo, no sin sentir que me estaban apuñalando la vagina con cincuenta cuchillos distintos.

Si el sexo me resultaba doloroso en vez de liberador, ¿significaba que no era una buena feminista?

Tras dos años viviendo con esta tortura física, mental y emocional, acabé yendo al médico para hacerme una citología vaginal. Sinceramente, mi primer examen pélvico fue gracioso. Estaba tan nerviosa que tuvieron que utilizar un espéculo infantil, e incluso así me dolió tanto que no pudieron introducirlo completamente. El médico me dijo que la próxima vez tendría que tomar algún medicamento para la ansiedad o recibir un masaje antes de la prueba para tranquilizarme.

Pensé: ¿Qué demonios me pasa? Siempre he sufrido ansiedad. Estaba claro que no estaba precisamente relajada ni cómoda durante la citología, pero me dolió tanto como me duele el sexo siempre. Ya había probado los masajes y la aromaterapia para sentirme relajada y segura con mi pareja. Entonces, ¿por qué me seguía doliendo?

No fui a darme ese masaje previo a la citología ni volví a hacerme otra hasta dos años y medio después. ¿Por qué esperé tanto? Por vergüenza. Pensaba que el problema seguía en mi mente y que era todo cuestión de calmarme. Y claro, eso tampoco funcionó.

Avancemos hasta hace unos pocos meses, cuando empecé a sufrir espasmos dolorosos durante la regla y decidí que era una señal de que tenía que volver al médico. Debido a los espasmos y al dolor durante el sexo, me derivaron al radiólogo para hacerme una ecografía pélvica. Me metieron una cámara por la vagina y, efectivamente, me dolió un montón.

¿Por qué esperé tanto? Por vergüenza. Pensaba que el problema seguía en mi mente y que era todo cuestión de calmarme. Y claro, eso tampoco funcionó.

"Esta es tu prueba", me dijo la médica. Tenía la voz suave y escuchaba cuando le hablaba de mis dolores. "Podemos pararla cuando quieras", añadió cuando apenas había introducido media cámara, así que le pedí que parara. Sentía como si me estuvieran partiendo por la mitad.

Aunque terminé la prueba sintiéndome un fracaso, también me sentí empoderada. Por una vez, la persona que me realizaba el examen había aceptado que mi dolor era real. No me dijo que me relajara ni que respirara hondo. Me dijo que yo tenía el control sobre mi prueba y que si me dolía demasiado podíamos parar. Eso me hizo darme cuenta de que el problema igual no era que yo estuviera tensa o tuviera ansiedad. Puede, solo puede, que mi dolor fuera un problema real y físico, y puede que estuviera relacionado con la morfología de mi cuerpo y no con algo que estuviera solo en mi cabeza o que tuviera que ver con mi nivel de relajación.

Tras esa visita al médico, hablé con mi madre sobre este dolor, algo que no había hecho nunca. La conversación empezó cuando bromeé sobre cómo habían tenido que meterme una cámara en la vagina y luego le pregunté si era normal que doliera tanto. "¿Te duele durante el sexo?", me preguntó.

"Sí, un montón".

"Eso no es normal", respondió.

Me vi a mí misma deseando haber dicho algo antes, porque por fin estaba empezando a darme cuenta de que lo que me pasaba no era un síntoma de mi personalidad nerviosa.

Lo que descubrí al final es que existe un término para mi problema: vaginismo. Tardé cuatro años en recibir el diagnóstico, pero ahora que por fin podía ponerle nombre a mi problema, estaba extasiada.

Básicamente, mi vagina no puede relajarse. Da igual lo relajada que esté yo física o mentalmente, mi vagina no toma ejemplo. ¿Conoces los ejercicios de Kegel? Yo tengo que aprender a revertirlos, ya que mi vagina tiene espasmos involuntarios y se queda bloqueada. Hasta los tampones me hacen daño. Sí, los tampones. No, no está en mi cabeza.

Dejad que os ilustre. Ya sé que he utilizado antes la analogía de los cuchillos apuñalándome, y puede que esa sea mi favorita, pero también lo puedo explicar diciendo que es como si intentara hacer pasar una figura de una estrella por un agujero circular más pequeño. Siento como si alguien me estuviera intentando desmembrar extremidad a extremidad. Siento como si hubiera un muro en mi vagina del tamaño del Muro de Hielo de Juego de Tronos y alguien lo estuviera agujereando a golpe de pico. Siento como si tuviera tiburones en la vagina. Supongo que ya ha quedado claro.

La buena noticia es que hay tratamiento. Es un proceso increíblemente largo y acabo de empezarlo. En cuestión de dos semanas visité a tres ginecólogos, a un radiólogo y a un fisioterapeuta especializado en suelo pélvico. En la actualidad estoy yendo a una sesión semanal de fisioterapia para mi suelo pélvico, pero no tiene nada que ver con las sesiones de fisioterapia a las que fui cuando me lesioné la rodilla. Cada semana tengo que ir a una sala privada, hablar de mi vagina y dejar que mi terapeuta me la ensanche cada vez más. Además, tengo deberes. Tres veces por semana, me meto un dilatador vaginal (los puedes encontrar por internet) y me lo dejo dentro mientras me siento durante 10 minutos.

No solo es un proceso incómodo físicamente, también lo es mentalmente. Quién sabe dónde estaré cuando terminen las 10 sesiones de fisioterapia de suelo pélvico, pero cruzo los dedos para lograr un avance.

Tardé casi cuatro años buscar ayuda debido a la vergüenza que sentía por mi cuerpo, pero ahora ya sé que el sexo no debería doler. Si os duele, deberíais ir al médico. Sí, puede dar miedo, y sí, también es incómodo, pero ser diagnosticada y adoptar las medidas necesarias para tratar el vaginismo de frente me ha cambiado la vida, y eso que aún no he terminado el tratamiento.

Me resulta desgarrador haber tenido que sufrir este problema yo (y demasiadas otras mujeres) porque, como cultura, pese a que estamos en 2018, sigue dando miedo hablar de sexo y de la sexualidad, sobre todo a las mujeres. La primera vez que fui a ver a un médico por este problema, no se lo tomó en serio y dijo que "solo era ansiedad". Los médicos minimizan los dolores de las mujeres, sobre todo cuando tienen que ver con los órganos reproductivos. El único motivo por el que me propuse pedir más opiniones médicas hasta conseguir respuestas fue porque ya había investigado en internet por mi cuenta sobre lo que me pasaba y finalmente encontré a otras personas que estaban pasando por lo mismo que yo. Y, lo que era más importante, estaban hablando sobre ello.

Los médicos minimizan los dolores de las mujeres, sobre todo cuando tienen que ver con los órganos reproductivos.

Necesitamos más y mejores debates sobre el placer de la mujer (o sobre su falta de placer) y deben darse también en las escuelas y en la consulta del médico. Pensadlo: vemos anuncios sobre la disfunción eréctil en la tele, pero ninguno sobre el vaginismo, y eso es inaceptable. Si tuviéramos más educadores sexuales y profesionales de la salud que no solo supieran más sobre el vaginismo, sino que también estuvieran más preparados para hablar sobre ello y enseñarnos, habría menos mujeres con miedo a admitir que quizás lo estén sufriendo y antes tomarían medidas para tratar el problema.

Espero que al compartir mi historia otras personas se sientan identificadas con mi experiencia y, en ese caso, que consigan reunir el coraje necesario para hablar con un médico. Con suerte, un día en un futuro no muy lejano habrá más médicos que sepan reconocer el dolor de las mujeres y más gente que comprenda la realidad de lo que implica que te diagnostiquen este problema. Quizás un día, en vez de llamar débiles o mojigatas a las mujeres que sufrimos dolor durante el coito, se reconozca que nuestro dolor es real y que puede ser tratado. Al hacerlo, podremos empoderar a las mujeres para que amen y honren sus cuerpos de modos que nunca creyeron posibles.

Erin Moynihan es creadora de contenido. Sus textos han aparecido en The Mighty, Her Campus, Buzzfeed Community, y más blogs independientes. Utiliza sus dotes de escritora para hablar sobre salud mental, los sistemas sociales y demás temas que incomodan a la gente. Puedes seguirla en Twitter e Instagram.

Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.