El eterno retorno
El economista no dice hasta después que lo has leído que tal o tal texto fue escrito un siglo atrás, setenta años, o treinta y cinco. A pesar del tiempo transcurrido, se adecuan milimétricamente a lo que pasa hoy en día en la economía y la política.
Hace cuatro años un insigne jugador del Barça, Messi, tuvo el deseo de participar en los Juegos Olímpicos. Pocas oportunidades da la vida de participar en algo así y no lo dudó. Como aquel anhelo creaba un conflicto de intereses, un tribunal deportivo sentenció que la decisión de ir o no era del club, club que justamente en aquel momento acababa de fichar nuevo entrenador, a Guardiola. El entrenador habló con el delantero y le dio permiso para ir. Fue un lugar común por aquellas fechas leer en la prensa que qué disparate, que qué inconsciencia, que cómo entrenador y club lo permitían, que qué falta de autoridad, que volvería cansadísimo y --Dios nos valga-- quizás lesionado. Hubo incluso en los medios opiniones furibundas contra la decisión del entrenador que en aquel momento todavía no era el personaje, el ídolo, el tótem, en que luego se convirtió, sino un auténtico pipiolo respecto a ser un entrenador de primera. Hubo quien se le tiró a la yugular tildándole, ¿lo adivinan?, de calzonazos para abajo. Que en el fútbol algunas veces, pocas, se condena y se penaliza el racismo, pero el sexismo, jamás de los jamases.
Al cabo de cuatro años, Jordi Alba, un jugador que acaba de fichar por el Barça, se ha ido a los Juegos Olímpicos. No me entretendré en argumentar que la mejor manera de empezar una relación íntima como es la que se da entre entrenador y jugador quizás no sea prohibiendo hacer al jugador lo que más le ilusiona, no, simplemente diré lo que ha ocurrido: como en una eterna moviola, se han vuelto a oír voces sensatísimas repitiendo palabra por palabra los mismos argumentos: que qué absurdo, que qué despropósito, que qué barbaridad dar permiso al jugador para participar en los Juegos, que quien paga, manda, con un olvido absoluto y algo alarmante de la bondad y el acierto de la decisión que se tomó cuatro años antes, exactamente la misma que ahora, es decir, una vez comprobado sin asomo de duda su acierto.
Paul Krugman ha publicado un libro sobre la crisis en el que a menudo intercala fragmentos de otros libros o artículos --crisis que aquí alguien, en un alarde de economías, bautizó, entre otras maneras, con un casi oxímoron cargado de poesía como "desaceleración acelerada", aunque también como "desaceleración transitoria", de intensidad variable esto sí. La gracia está en que el economista no dice hasta después que lo has leído que tal o tal texto está escrito un siglo atrás, setenta años, o treinta y cinco... A pesar del tiempo transcurrido, se adecuan milimétricamente a lo que pasa hoy en día en la economía y la política. Se ve que a quien le corresponde no lo ha leído, se empecina en repetir errores vete a saber por qué, o se encastilla en un determinado partido. Y así nos va.
Me gustaría tener un céntimo por cada persona a quien cuando era adolescente alguien mayor le dijo: "Pero qué mal hablas; desde luego, qué manera de hablar la juventud de hoy día..." y años más tarde ha reproducido la situación pero ahora desde la otra posición.
Me gustaría tener un euro por cada persona que en un momento dado afirmó que no diría nunca la palabra "profesorado" porque era muy fea --o muy fría, vete a saber-- y no tan solo terminó por decirla sino que tiempo después dijo que no usaría nunca, pongamos por caso, "gerenta" y ahora la dice con toda naturalidad (u, horror de los horrores, "miembra").
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