¡Más conspiraciones, por favor!

¡Más conspiraciones, por favor!

En este mundo tan cartesiano, tan pragmático, tan materialista, las teorías conspirativas son nuestra única ventana a otras realidades posibles, a ficciones de difícil comprobación; un poco de lírica en esta existencia tan prosaica. Nos evocan el mundo misterioso y fascinante de los milagros.

En estos días en los que se celebra el cincuenta aniversario del asesinato de John Fitzgerald Kennedy, vemos reaparecer en la prensa todo el largo inventario de teorías conspirativas sobre sus autores materiales e intelectuales de su muerte: Fidel Castro, molesto por lo de Bahía Cochinos; la mafia cabreada por haberle facilitado la victoria electoral para verse después traicionados; la CIA; Lyndon Johnson y el entramado político-empresarial; el FBI porque a Hoover no le cabían más grabaciones de JFK con sus amantes en el cajón de su escritorio, etcétera, etcétera. Solo faltan los extraterrestres, mosqueados por el proyecto Apolo, y el propio Bobby Kennedy porque su hermano mayor le había robado el Scalextric unas navidades cuando eran pequeños.

Llevamos medio siglo dando vueltas a cómo un tirador mediocre en el cuerpo de marines pudo realizar tres disparos en seis segundos y acertar dos de ellos a casi cien metros, a la famosa bala mágica y a los tiradores escondidos en la colina. También a lo maravilloso que hubiese sido el mundo si no hubiesen matado a un presidente algo errático e imprevisible. Como decía el gran Jardiel Poncela, los muertos siempre salen a hombros.

Yo he de confesar que a estas alturas ya me da un poco igual quién cometiera o planificara el magnicidio de Dallas; lo que me fascina es la atracción desmedida que sentimos por las conspiraciones. Cuando algo no funciona, cuando las cosas salen mal, enseguida aparece alguien con una teoría que inculpa a unos misteriosos poderes ocultos. Por ejemplo, la crisis no es solo responsabilidad de la codicia de los bancos, de la imprudencia de los consumidores y la desidia de los gobernantes, sino que hay unos señores malísimos (la Trilateral, el club Bildeberg o como les queramos llamar) que se reúnen y mueven los hilos de nuestro teatro de marionetas, siempre con las peores intenciones.

Algo similar ocurre con la vacuna contra el cáncer o el siempre renqueante desarrollo de los coches eléctricos. A otras mentes bien pensantes todas estas especulaciones les parecen producto de visionarios o de oportunistas sin escrúpulos, pero a mí las teorías conspirativas me parecen imprescindibles. Es más, soy de la firme opinión que deberían ser promocionadas y subvencionadas, que deberíamos elaborar más, imaginar, buscarle cinco, seis, ocho pies al gato.

En este mundo tan cartesiano, tan pragmático, tan materialista, las teorías conspirativas son nuestra única ventana a otras realidades posibles, a ficciones de difícil comprobación; un poco de lírica en esta existencia tan prosaica. Nos evocan el mundo misterioso y fascinante de los milagros asombrosos de la Edad Media, como la gallina de Santo Domingo de la Calzada, que cantó después de asada, o los libros santos voladores del cuadro de Berruguete. También nos transportan a la galaxia de los precursores de los Hobbit, las hadas, monstruos y gigantes de nuestra infancia.

Son, en definitiva, una ventana a la fantasía, a no creer las cosas a pies juntillas y, al mismo tiempo, un sano ejercicio de credulidad y evasión. La teoría de la conspiración, en definitiva, constituye la piedra angular del folclore de nuestros días.

Leyendo este post, es posible que algunos piensen que soy un descreído. Nada más lejos de la realidad. Por supuesto que creo en las conspiraciones, pero no en las obvias, en las mismas que todo el mundo. Una buena conspiración no aparece en los periódicos, permanece siempre en la sombra. Si yo les contara...