Nunca le conté a mi padre que soy gay y ahora ya es tarde
Algo que solo debería ser aplaudido (el amor) puede parecer a veces un foco de vergüenza.

"La primera vez nunca se olvida". Esa afirmación es especialmente cierta para la comunidad LGTBQ. No en cuanto a primeros amores, sino a la primera vez que sales del armario (con tus padres, tus mejores amigos o con tus hermanos). Es un momento que muchos recordamos muy vívidamente, si nos fiamos del testimonio de muchos amigos y desconocidos. Esos momentos son, al fin y al cabo, los que definen nuestra visión del mundo, nuestras relaciones personales y a nosotros mismos.
Aún recuerdo como si fuera hoy, con claridad meridiana, el día que se lo dije a mi hermana mayor, hace 13 años, cuando ella tenía 16. Era una gélida mañana de enero y estábamos los dos fumando en el banco que tenían mis padres fuera de casa, echando una incesante nube por la boca doblemente densa por la condensación del aliento. Muchas veces me cuesta recordar lo que hice hace tres fines de semana, pero, de algún modo, incluso los detalles más insignificantes del momento en que salí del armario permanecen perfectamente nítidos: no estábamos realmente sentados en el banco, sino en la parte superior del respaldo, y nuestros pies estaban donde deberíamos haber apoyado el trasero. También recuerdo que yo estaba a la izquierda de mi hermana, con la mirada perdida en el jardín de enfrente y en los campos de más allá, evitando a toda costa el contacto visual mientras hacía acopio de valor para decirle las siguientes palabras: soy gay.
Mi hermana fue (y siempre ha sido) maravillosa.
Rebobinando un par de años hacia delante, llegamos al turno de mi madre. Volvíamos a casa en coche tras la primera evaluación en la universidad. Estaba abrumado y exhausto tras las primeras semanas de inmersión, en las que consigues recuperar tu propia identidad con la ayuda del alcohol y te liberas de los grilletes de las expectativas. Me tranquilizaba el hecho de que en una o dos semanas estaría de vuelta en la residencia, alejado de cualquier posible sensación de incomodidad.
De modo que se lo dije. Por supuesto, fue más difícil que decírselo a mi hermana y quizás por eso tardé dos años más en hacerlo. Así como mi hermana se lo tomó con mucha emoción porque iba a poder decirle a sus amigas que tenía un hermano gay (el accesorio más exclusivo de 2004, sin duda), mamá fue un poco más cautelosa. Lo aceptó por completo y no se sorprendió, la verdad, pero como madre tenía miedo de que su hijo acabara viviendo entre los marginados sociales, infeliz, sin hijos y solo. Las cosas eran diferentes cuando ella tenía mi edad y toda preocupación que pudo tener solo surgió desde el amor (y desde aquel día, solo me ha procurado amor).
Seguimos hablando tras llegar a casa y aparcar el coche en aquella carretera oscura. Le pedí que no dijera nada, que me diera un poco más de tiempo para decírselo a la última persona que quedaba en mi lista fundamental: mi padre.
Mi relación con mi padre siempre fue buena. Cuanto mayor me hacía, más evolucionaba de padre-hijo a algo más cercano, como de amistad. Las comidas del domingo, las tardes en el bar bebiendo y fumando juntos, nuestros experimentos creando recetas tan extrañas como magníficas de pudin negro (morcilla)... Se interesaba por mi experiencia en la universidad y por mi vida en general. Entonces, ¿por qué fue tan difícil salir del armario con él?
Volviendo la vista atrás, imagino que fue por diversas razones. Como único hijo varón, supongo que sentía el deber de defender el legado, un preciado testigo que transcurría por nuestros genes y en el nombre de familia que me habían otorgado, así como mi abuelo y mi padre lo habían llevado antes que yo en algún lugar de su nombre: John. El hecho de que yo fuera gay significaba dejar caer ese testigo y mi padre podría haber sido el más defraudado de todos.
Suma a esto la lacra de la homofobia del día a día que había (y sigue habiendo) no solo en el ámbito escolar, sino en todas partes, y comprenderás por qué muchos jóvenes gais crecen afrontando sentimientos de vergüenza e inferioridad. Son sentimientos que brotaban con ímpetu cuando llegaba el momento de hablar de mi sexualidad con los hombres importantes de mi vida. Decírselo a mi padre era la cima hacia la que trataba de dirigirme conforme ganaba confianza.
A la hora de ganar confianza y procrastinar los asuntos importantes, no hay ningún lugar como la Universidad. A kilómetros de mi casa, podía vivir libre y abiertamente, contar solamente la información más básica (notas, récords personales de natación, algunas de las travesuras que hice cuando estudié en el extranjero —en París y Rusia— y más recetas de pudin negro). Nunca le mencioné que soy gay. Nunca era el momento adecuado.
Tenía que quitarme ese peso de encima. ¿Qué habría pasado si hubiera conocido a un chico? Mis cuatro años como universitario estaban llegando a su fin y me habían dado bastante "experiencia saliendo del armario". Pronto estaría en casa. Ya bastaba de esconderme. Era hora de hacerlo.
Y, entonces, tres semanas antes de acabar, en mayo de 2010, papá murió de repente. En el tramo final de un triatlón, las paredes de su corazón, engrosadas tras años de entrenamiento para carreras Ironman, sufrieron una constricción y provocaron una especie de infarto. Huelga decir que, desde aquel domingo, todo cambió. Todas las prioridades que anteriormente dominaban mi día a día (exámenes finales, la ceremonia de graduación, el plano amoroso, encontrar un trabajo) pasaron a ser intrascendentes, insignificantes.
El duelo se puede procesar de un millón de modos distintos y no soy ningún experto en absoluto, pero cuando se trata de una muerte repentina, algo que te fuerzas a ti mismo a analizar, por muy agónico que pueda ser a veces, es la última conversación que tuviste con el fallecido. Dicho sin rodeos: ¿estaban bien las cosas entre vosotros cuando murió? ¿Discutisteis? Si tuvierais una última oportunidad (por ejemplo, una última pinta en el bar), ¿de qué te gustaría hablar con él? Yo puedo considerarme afortunado, relativamente hablando, porque no había problemas entre nosotros y habíamos celebrado su cumpleaños un mes antes. Aún guardo la carta de agradecimiento que me envió.
Mi familia y yo también le escribimos algunas cartas de despedida, que fueron a su ataúd la mañana que fue incinerado junto con algunos mechones de pelo que les cortamos a nuestros perros, unos cuantos cigarrillos liados y una botella de ginebra de endrino casera (que nos tuvo que devolver el sepulturero por normativa y que agradecimos tener a mano en la última despedida). Escribiendo esa carta, encerrado en mi cuarto, fue la única ocasión desde su muerte en la que realmente me permití llorar en voz alta, incapaz de controlar las lágrimas. Para variar, entre esas últimas palabras tampoco mencioné nada acerca de salir del armario.
De hecho, no volví a pensar en ello hasta unos tres años más tarde, cuando un ex me preguntó a las 4 de la madrugada bastante de sopetón si echaba de menos a mi padre. Parecía una pregunta extraña. Claro que echaba de menos a papá, pero era la primera vez que coincidían esos dos mundos: papá nunca conocería a ese chico por el que estaba tan colado (ni a ningún otro chico). En unos pocos segundos, me imaginé todo el panorama: se habrían caído bien, habrían compartido ese mismo entusiasmo por los deportes de resistencia (los mismos que acabaron con la vida de mi padre) y por el whiskey, probablemente.Habrían intercambiado unas cuantas bromas y, lo que en un principio habría sido un tema peliagudo, se habría calmado al instante entre risas. Al final la situación habría sido natural y agradable, pero ya no lo podría saber, ni tampoco mi padre, así que, algo borracho, me desmoroné.
Desde entonces, cada año en esta fecha me pregunto: ¿Por qué fue tan difícil decírselo cuando estaba vivo?
Quizás no confié en él lo suficiente. Sé en lo más profundo de mi corazón que se lo habría tomado bien; quizás por eso mismo me cuesta tanto perdonarme. Porque así era él: un tío gracioso y bueno. Un tío que le caía bien a todo el mundo. Aunque me siento afortunado por estar rodeado por los mejores amigos, la mejor familia y los mejores compañeros de trabajo que uno podría pedir, me cabrea no haber tenido el valor suficiente de decírselo a mi padre cuando tuve la ocasión.
"Yo sigo siendo yo, pero esta es la persona a la que quiero". Así de simple. ¿Por qué me parecía tan difícil de decir si es algo de lo más sencillo?
Algo que solo debería ser aplaudido (el amor) puede parecer a veces un foco de vergüenza. Tanta que me privó de la oportunidad de decirle a mi padre quién era yo en realidad y de tener más confianza con él. Menuda gilipollez. Ser del colectivo LGTBQ significa formar parte de algo increíble y quien diga lo contrario se equivoca. No es ningún motivo de vergüenza. Tampoco es ninguna vergüenza esperar para compartir con otra gente esta faceta tan privada de ti mismo, porque solo te pertenece a ti.
Ya han pasado siete años desde que perdimos a mi padre y voy a cumplir 30 la semana que viene, así que creo que este blog es una pequeña catarsis para mí, un recordatorio de no volver a esconderme, un modo de compensar las oportunidades perdidas o, me atrevo a decir, un intento de compartir un trocito de la sabiduría que me han enseñado mis últimos siete años. Ojalá hubiera sido consciente antes de todo esto. Todo habría sido mucho mucho más sencillo.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Reino Unido y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.