Nada, nadie, nunca I

Nada, nadie, nunca I

Tendemos a la rutina acomodaticia y nos acomodamos a la precariedad segura. Santificamos las fiestas con beatitud, y cumplimos las labores con discreción. De seguir así, acabaremos viviendo en una circundante Siberia mesetaria, con muchos pinos y encinas, con mucha estepa cruzada de caminos, pero sin nadie para sestear en una sombra tras haber recorrido los largos senderos esteparios.

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Foto: ISTOCK

NADA

Periódicamente, los calendarios humanos abren paréntesis en la actividad laboral y social durante los cuales lo festivo, lo lúdico y lo ocioso, se confabulan con lo publicitario, lo mercantil y lo gregario, para conseguir que nuestras ocupaciones y preocupaciones se conviertan en fantasmas vaporosos que se difuminan entre los brillos de la vida vacante. Tras esos paréntesis, llámense veraneos, puentes, navidades, carnavales... esa especie de vida delirante, por lo que tiene de artificiosamente creíble, desaparece y todo vuelve al surco y al sentido, las agendas a sus cometidos cotidianos y los noticiarios a ser los notarios mostrencos de las carencias vitales, las tareas pendientes y los deberes incumplidos. Tanta fiesta, tanto fasto, para que luego todo se quede en nada y la vida siga igual, más o menos bien, más o menos mal.

Eso es, precisamente, lo que mejor califica la vida actual: las paradojas y las contradicciones. Se dice, por ejemplo, que lo importante no es el mundo que dejemos a nuestros hijos, sino los hijos que dejaremos a nuestro mundo. En medio planeta, los humanos nos empeñamos en crecer y multiplicarnos, en otro medio, en extinguir la descendencia. Los primeros abundarán tanto que pondrán en riesgo al planeta, los segundos menguarán tanto que pondrán en riesgo a la especie. Al final, no dejaremos ni mundo a los hijos, ni hijos al mundo. La humanidad será nada y la animalidad será todo.

Y en medio de toda esa inmensa paradoja existencial que atormenta al mundo, están nuestras vetustas castillas mesetarias, las que lindan por dentro con la urbe capitalina y por fuera con las playas de chiringuito y pandereta. En ellas casi todo sigue igual, con mucho frío y mucho calor, con mucha vejez y poca juventud, con mucha historia y poca innovación. La agricultura precaria, la industria escuálida, los pueblos vacios, las ciudades menguantes, la economía temblando, la política sesteando. Machadianamente tristes, ensoñadores y fatalistas, vemos cómo se va nuestro porvenir y nos limitamos a esperar que llegue el futuro. Tendemos a la rutina acomodaticia y nos acomodamos a la precariedad segura. Santificamos las fiestas con beatitud, y cumplimos las labores con discreción. De seguir así, acabaremos viviendo en una circundante Siberia mesetaria, con muchos pinos y encinas, con mucha estepa cruzada de caminos, pero sin nadie para sestear en una sombra tras haber recorrido los largos senderos esteparios. La vida seguirá parca y plana, y nada pasará por ningún sitio. Contemplaremos cómo el resto del planeta se extingue de superpoblación o de despoblamiento, pero nosotros tan serenamente místicos. Y quién sabe si no será eso lo mejor, no hacer nada, mientras contemplamos cómo las paradojas y contradicciones de la vida moderna acaban con este planeta o con la especie. Quizá nada mejor que no hacer nada, a lo mejor el resto del mundo se acaba y aquí quedan los restos que recreen la vida. Quizá sea lo más sabio, pero será tan aburrido...