Las memorias de 'Juancar': píldoras para abrir boca hasta que lleguen a España
La 'Reconciliación' del rey emérito canoniza a Sofía, pasa de Letizia, presume de Froilán, llora por su hermano y maquilla a su amante como “una relación particular”.

A sus 87 años y desde el dorado destierro de Abu Dabi, en Emiratos Árabes, Juan Carlos I ha decidido reconciliarse con su pasado.... o, al menos, con el que más le conviene para su relato. En Reconciliación, sus memorias de 512 páginas que se publican antes en Francia que en España -no llegarán hasta la primera semana de diciembre-, el rey emérito intenta cerrar en vida un círculo vicioso: defender su legado, ajustar unas cuentas familiares y recordar, de paso, que "la Corona reposa enteramente" en él. El libro llega con aroma de acontecimiento editorial y un mensaje nítido: antes de que lo escriban otros, lo cuenta él.
Los fragmentos que se han ido filtrando estos días desde París, bastan para entender por dónde va el relato de Juan Carlos I: hay confesión, nostalgia, un poco de arrepentimiento y mucho de ego. El emérito confiesa que "no es un santo”, admite errores “personales y financieros”, pero defiende su “herencia institucional” como si se lo hubieran incautado. “Me roban mi historia”, escribe en la introducción el monarca que ya no reina España pero tampoco abdica de sí mismo.
En Reconciliación, el tono oscila entre el ajuste de cuentas y la memoria sentimental. Se mezcla la crónica política (del franquismo al 23-F) con la vida privada (del amor, la distancia y hasta de los deslices). El resultado es el retrato de superviviente que se siente víctima, el intento del rey emérito por reescribir su epitafio antes de que lo fije la historia.
Sofía, su reina eterna
“Nada podrá borrar nunca mis profundos sentimientos hacia mi esposa Sofi, mi reina”, escribe Juan Carlos I en Reconciliación, incluso “a pesar de algunos deslices” y de que sus caminos se hayan separado desde su marcha a Abu Dabi. En las memorias, el emérito se muestra inusualmente sentimental y poético: “Sigo muy unido a mi mujer, que conserva toda mi admiración y mi afecto. No hay nadie igual a ella en mi vida y así seguirá siendo, aunque nuestros caminos se hayan separado desde mi marcha de España.”
La describe como una reina “remarcable e irreemplazable”, una mujer excepcional que encarna “la nobleza de alma”. “España no podría haber tenido una reina más dedicada e irreprochable”, subraya. Según cuenta, él más espontáneo y ella más metódica, eran personalidades complementarias: compartían “el sentido del deber” y la dedicación a la familia, aunque sus pasiones no fuesen las mismas.
“Hice todo lo posible, a pesar de mis torpezas, por velar por su bienestar y comodidad”, confiesa el rey emérito, convencido de que Sofía tendrá “un lugar bien merecido” en la historia de España, “como el que ocupa en mi vida: el más alto”. Reconoce que seis décadas de matrimonio traen “altos y bajos”, “alegrías y penas”, pero su ausencia en Abu Dabi le pesa. “A pesar de mis ausencias y gracias a mi mujer, espero haber creado un hogar seguro y agradable”, reflexiona. “Quizás lo logré para ellos —explica—, el futuro lo dirá, pero fracasé para mí. Finalmente, mi naturaleza nómada me alcanzó.”
El libro también retrocede al origen de la pareja, cuando Franco, según cuenta, le animó a dejar de “tontear” y a buscar esposa. La encontró en un crucero por las islas griegas, en 1954, y el flechazo definitivo llegó años después, en la boda de los duques de Kent. “Sofi es desde entonces no solo una gran reina, sino una esposa incomparable y una madre muy dedicada. Es una mujer admirable y leal a la que debo enormemente.”
Corinna Larsen, la “relación particular”
El rey emérito reconoce en Reconciliación haber tenido “desvíos sentimentales”, aunque insiste en que “nunca afectaron a sus obligaciones monárquicas”. De todas esas historias, la más célebre —y la más costosa— es la que no nombra: Corinna Larsen, la empresaria alemana con la que mantuvo una relación y que acabaría precipitando su caída. Juan Carlos evita mencionarla, pero dedica varias páginas a “una relación particular, hábilmente instrumentalizada”, que tuvo “duras consecuencias para mi reinado”.
“Me atribuyen incluso hijos ilegítimos. Tuve que contratar a un abogado para defenderme de esas acusaciones. A la prensa le gusta hablar de manera fantasiosa”, protesta en el libro. Y concede que, durante buena parte de su reinado, “la prensa española respetó cierta confidencialidad”, hasta que en los noventa —con la consolidación del país y la llegada de la prensa del corazón— “los rumores comenzaron a emerger”. Entre ellos, una supuesta aventura con Lady Di, que niega tajante: “Nada más alejado de la realidad. Era fría, taciturna y distante, salvo en presencia de los paparazzi.”
El episodio clave llega con el viaje a Botsuana de 2012, aquel safari que acabó en una fractura de cadera y un quebranto irreversible para su imagen pública. “Llegué invitado por Mohamed Eyad Kayali, consejero del rey saudí, con un amigo, su exesposa —con quien yo había tenido una relación— y el hijo joven de esta última.” Tras la caída y la repatriación, todo se vino abajo. “Me sentí debilitado, disminuido durante largos meses, recluido en Zarzuela. Una parte de España ya no me apoyaba. Tuve el amargo sentimiento de haber sido abandonado… Lo soporté en silencio, apretando los dientes.”
Años después, escribe sobre aquella relación con una mezcla de lucidez y autocompasión: “Fue un error que lamento profundamente. Puede parecer banal, pero muchos hombres y mujeres han sido cegados hasta el punto de no ver lo evidente. Para mí, ella tuvo un impacto nocivo en mi reinado y en mi vida familiar. Erosionó la armonía y la estabilidad de esos dos aspectos esenciales de mi existencia, conduciéndome finalmente a tomar la difícil decisión de abandonar España.”
“Empañó mi reputación ante los españoles. En esta cacería, me convertí en una presa fácil. Pero esta es la debilidad de un hombre. Nunca interfirió en mis preocupaciones de rey con su país.” Un mea culpa a medio gas que no busca tanto la absolución como el último control de daños: el intento de controlar el escándalo que derivó en su caída.
Letizia, la nuera incómoda
Reconciliación se publica en Francia un mes antes que en España y, mientras el libro viaja por los escaparates parisinos, los fragmentos filtrados y las entrevistas del emérito a medios galos van dibujando una paradoja: se llama Reconciliación, pero con la familia parece apuntar más bien a la ruptura. La que puede respirar tranquila es Sofía, omnipresente en el relato y retratada como una reina intachable. “Hemos capeado juntos acontecimientos políticos, tormentas y noches de angustia y dudas. Nada podrá borrar mis profundos sentimientos hacia mi esposa, Sofi, mi reina, ni siquiera algunas desavenencias”, escribe.
A la que no le toca el mismo papel es a Letizia. En el libro, Juan Carlos ajusta cuentas con su nuera y le atribuye, entre líneas, parte del distanciamiento con sus nietas Leonor y Sofía. No solo desde su exilio en Abu Dabi, sino desde mucho antes. “Desafortunadamente, nunca he podido salir a solas en Madrid con mis dos nietas, Leonor y Sofía. Mi esposa nunca ha podido recibirlas a solas en Palma, como suele hacer con todos sus demás primos”, lamenta. El reproche, vestido de melancolía, suena a una acusación de fondo: que la relación familiar se enfrió por culpa del nuevo eje central del Palacio.
En la biografía, la distancia con Letizia no se mide en escándalos ni titulares, sino en silencios. Donde Sofía es “remarcable e irreprochable”, Letizia es la gran ausente; la figura que aparece solo para marcar contraste. No hay insultos, pero sí una suerte de desdén glacial, el tipo de frialdad que en una familia real pesa más que mil palabras.
Froilán, el nieto redimido
En medio del aislamiento de Abu Dabi, Juan Carlos I encuentra un motivo para levantarse cada mañana: su nieto Felipe Juan Froilán. “Una satisfacción que ilumina el día a día”, escribe el emérito, que confiesa vivir su exilio “casi como un encarcelamiento”. En ese encierro voluntario, Froilán se convierte en algo más que un nieto: en compañía, apoyo y, sobre todo, símbolo de continuidad.
El retrato que hace de él tiene de todo menos sutileza. “El divorcio de sus padres y una cierta falta de autoridad paterna le condujeron a una vida desvergonzada. Alimentaba la crónica de sucesos con un comportamiento poco ejemplar. Iba de fiesta en fiesta, de discoteca en discoteca, metiéndose en peleas y con malas compañías”, escribe, como quien repasa una biografía ajena con la lupa de la prensa del corazón.
Pero el tono cambia pronto: el abuelo redentor sustituye al monarca severo. Tras ser “sermoneado” por Felipe VI, Froilán aceptó la propuesta del emérito de mudarse con él a Abu Dabi. “Podía ayudarle a encontrar trabajo y un apartamento”, cuenta Juan Carlos, que recuerda entre divertido y orgulloso que el primer día fue a desayunar con él a las siete de la mañana, “la hora a la que normalmente se acostaba”.
Desde entonces, dice, “en un día se acomodó a una vida sana y recta”. Hizo deporte, siguió una dieta y acabó trabajando en la logística de la COP28. “Era el primero en llegar al despacho y el último en marcharse”, presume el abuelo, sorprendido por “una metamorfosis en tiempo récord”. “Le acogí bajo mis alas y le di un marco estable y la oportunidad de construirse un destino. Ha tomado su impulso y su camino con total independencia.”
El emérito asegura que, con ese cambio, “ha evitado una preocupación a la Corona y ayudado a la familia”. Y remata el retrato con ternura doméstica: “Le doy consejos de vestimenta —en vano— y de cocina: hazte huevos fritos, son buenos y fáciles. No olvides poner un poco de aceite de oliva cuando calientes la sartén.” Ahora, dice, “los papeles se han cambiado: él se preocupa por mí. Su compañía me alegra y su amabilidad me emociona. Pese a las vicisitudes de la Corona, seguimos siendo una familia.”
Alfonso, la herida que nunca cerró
En Reconciliación, el episodio más breve es también el más demoledor. Bajo el título El drama, Juan Carlos I revive la muerte de su hermano Alfonso, aquel Jueves Santo de 1956, cuando ambos jugaban con una pistola del calibre 22. “Le habíamos quitado el cargador y nunca pensamos que pudiera quedar una bala en la recámara”, escribe. “Se disparó un tiro al aire, la bala rebotó y alcanzó a mi hermano en plena frente. Murió en brazos de nuestro padre.”
Son apenas dos páginas, pero condensan una confesión que el emérito había evitado durante décadas. “No me recuperaré de esta desgracia. La gravedad me acompañará en adelante”, admite. Dice que no le gusta hablar del tema y que es la primera vez que se expresa sobre ello. “Lo echo de menos —cuenta—, me gustaría tenerlo a mi lado, poder hablar con él. He perdido a un amigo, a un confidente. Dejó un vacío inmenso. Sin su muerte, mi vida habría sido menos sombría, menos infeliz.”
Aquel disparo, asegura, marcó “un antes y un después” del que nunca se recuperaría. Tras el funeral, reinó el silencio. Dos días después, fue enviado de nuevo a la Academia Militar. “Hacía falta retomar la vida”, recuerda, como si la vida pudiera retomarse así. Setenta años después, sigue pensando en Alfonso “todos los días”. “La fecha del 3 de octubre, el día de su aniversario, sigue siendo inolvidable.”
