Cómo integrar la inmigración
El rechazo a las minorías, a los intrusos, a los miembros de otras religiones, no se fundamenta, pues, en motivos objetivos sino en miedos psicológicos. El nazi, el radical, teme el contacto con otros mundos porque se siente inseguro en el suyo.

Los Estados Unidos son el fruto de una constante y agitada fusión de corrientes migratorias diferentes a lo largo de más de dos siglos. Desde la declaración de independencia (1776), hubo constantes agregaciones que se sumaron al país naciente y que convergieron en un crisol de culturas y de razas hasta que la sociedad heterogénea inicial fue avanzando hacia una sociedad homogénea, mediante un viaje desde el multiculturalismo disperso a una sociedad multiétnica, capaz de convivir y desarrollarse pacíficamente.
El referido viaje no fue fácil: el fenómeno de la esclavitud, que contribuyó grandemente al desarrollo agrario de los estados del Sur, fue un problema candente durante las primeras décadas de la nación americana. La disputa se centró en si se debía permitir o no la expansión del esclavismo hacia el oste o debía limitarse, lo que en la práctica supondría su extinción a plazo. En las elecciones presidenciales de 1860, Abraham Lincoln, que se oponía a la expansión de la esclavitud, ganó limpiamente, y siete estados sureños declararon la secesión: crearon la Confederación. Aquella guerra civil duró desde el 12 de abril de 1861 al 26 de mayo de 1865, fecha de la derrota de la Confederación y del comienzo de un largo proceso de integración que todavía no ha concluido. La tares de universalizar los derechos civiles y extenderlos a todas las etnias y culturas ha avanzado mucho pero aún requiere más arduos esfuerzos, como puede observarse al contemplar la ambigua oferta política del Partido Republicano y las tendencias radicales de sus electores. Pero la evidencia de que en EEUU hay todavía racismo no puede ocultar que la integración es un hecho y que las grandes minorías étnicas —negros e hispanos— disfrutan de un incontestable y claro statu quo favorable. La llegada del negro Obama a la Casa Blanca fue sin duda la constatación de que el proceso no tenía vuelta atrás.
La inmigración en Europa de flujos procedentes de África, de Asia y de la América hispana se ha incrementado en las últimas décadas tras el fin de la guerra fría, sobre todo a causa de los conflictos regionales, que han generado éxodos masivos. También ha influido grandemente el subdesarrollo del continente africano y el fracaso de la cooperación norte-sur, que acaba de recibir el golpe de gracia con la cancelación por Trump de USAID, la agencia norteamericana de cooperación internacional, que prestaba una colaboración irremplazable, capaz de resolver las sucesivas hambrunas que atacan periódicamente a ciertas regiones desfavorecidas de planeta.
Esta situación ha provocado una fuerte presión migratoria sobre Europa, tanto de perseguidos políticos que buscan refugio y asilo cuanto de emigrantes movilizados por razones socioeconómicas, que huyen de la miseria y del hambre. Presión que por su volumen ha sido lógicamente conflictiva pero que ha cambiado la faz del viejo continente. En el caso de España, con un índice de natalidad que no alcanza ni de lejos la tasa de reposición, la población sigue creciendo ininterrumpidamente gracias a la inmigración. Y, como acaba de recordar en excelente artículo Manuel Castells, estos flujos de extranjeros cubren puestos de trabajo vacantes, hacen sostenible el sistema de pensiones y contribuyen claramente a mejorar el crecimiento del PIB. No cabe, pues, la hipótesis de reproducir los episodios xenófobos e integristas del siglo XV, que hoy nos avergüenzan a (casi) todos.
En definitiva, no hay razones económicas ni políticas para rechazar sistemáticamente la inmigración, como hacen descaradamente Trump y sus epígonos europeos (Abascal). El designio de mantener la ‘pureza de sangre’, de velar por la integridad de las tradiciones culturales frente a quien proviene de otros ámbitos es estrictamente racista. Es decir, se basa en un pusilánime sentimiento afirmativo de identidad que nos empuja a vincularnos a quien es semejante a nosotros y en cambio nos induce a rechazar al diferente.
Obviamente, no hay un solo argumento científico que justifique la superioridad del hombre ario. Ni tampoco de que haya diferencias intelectuales sensibles entre razas distintas. El rechazo a las minorías, a los intrusos, a los miembros de otras religiones, no se fundamenta, pues, en motivos objetivos sino en miedos psicológicos. El nazi, el radical, teme el contacto con otros mundos porque se siente inseguro en el suyo.
Claro está que no basta con que nuestras sociedades pluralistas, abiertas, generosamente dispuestas a vivir en la conciencia de una heterogeneidad inevitable, cultiven la convicción de estar en lo cierto y trabajen para extender la tolerancia y le respeto. Como escribe Castells, “la respuesta desde el civismo [al racismo] no debe ser la estigmatización de un sentimiento que se extiende. Pero tampoco argumentar solo con estadísticas. Porque la cuestión es emocional. Fiestas con los vecinos, confraternidad en la escuela y facilitar la integración cultural sin obligar a nadie a renunciar a sus tradiciones o religión. Respeto mutuo. La alternativa es vivir en el odio”.
