'Orlando', compleja, alambicada y verde que te quiero verde
Una experiencia diferente de lo que es ir habitualmente al teatro, sobre todo cuando se va a salas comerciales.

¿Qué tiene Orlando, la novela de Virginia Woolf, que no deja de inspirar al mundo del teatro? Y es que con la nueva versión de Gabriel Calderón y Marta Pazos, que también la dirige, estrenada la semana pasada en el Teatro María Guerrero del Centro Dramático Nacional, son cuatro las producciones distintas que se han podido ver en Madrid.
La historia es cuando menos extraña y, a la vez, fascinante. Orlando, un chaval guapo y atractivo, perteneciente a la aristocracia inglesa y letraherido, se convierte en el capricho de la reina Isabel de Inglaterra. A la que por reinar siendo mujer, le resulta difícil cumplir su deseo amoroso con lo fácil que resulta al sujeto amado hacer lo propio con otras mujeres de la corte más jóvenes y lozanas.
El chaval se convierte en el centro de atención de la corte. Y sigue siéndolo cuando la reina muere. Entonces conoce el amor, lo que le permite a Marta Pazos crear una escena que no le importaría firmar a Disney. Sin embargo, no es suficiente para que la amada le siga a sus dominios en el campo.
Aislado y dedicado a la literatura escribe y escribe mal según la crítica del momento. Opiniones que le aíslan aún más. Hasta que es llamado para ser embajador de Constantinopla, la actual Estambul turca. Allí descubre otro mundo y otro tipo de sensualidad. Un mundo y una sensualidad que le transforma en mujer como por arte de magia y de ensoñación, pues es durante un largo descanso que se produce la transición.
A partir de ahí, como mujer vivirá con gitanos, antes de volver a su Inglaterra natal donde frecuentará los salones literarios. Allí comprobará que sigue siendo Orlando, con las mismas pulsiones, la letraherida entre ellas, pero que, por esa cuestión de género, ni se la trata igual, ni se la deja participar de la misma manera en la sociedad, ni tiene los mismos derechos.
Si quiere ser en dicha sociedad tiene que depender de un hombre, sea un padre, un marido o un hijo. Sin ellos, lo que le espera es un limbo administrativo en la que se despojara de los bienes, ya que no se le considera sujeto que pueda gobernar lo que antes, como hombre, si podía.
Da igual. Ella a lo suyo. A escribir y escribir. Hasta que encuentra primero el éxito literario y luego el amor. Esta vez en forma de un hombre. Alguien que le recuerda de su pasado. En su longeva vida, pues cuando esto ocurre ya han pasado casi cuatrocientos años de su nacimiento, le cuesta recordar sus lejanísimos primeros años.
Así que, el primer problema que plantea esta obra a quien quiera montarla es cómo mostrar el paso del tiempo. Y la segunda es cómo conseguir la transformación del personaje en escena.

La solución para el primero en esta producción ha sido la iluminación. Una iluminación intensa para determinados momentos. Esos momentos en los que todas las personas fijan en su memoria. Como una photo finish. Mientras que hay otros momentos, muy sutiles, en los que la iluminación se atenúa y vibra como si se acelerasen los días.
También se ha dado respuesta a ese problema a través de la música. Una excelente banda sonora de Hugo Torres siempre presente que cambia con el tiempo, que progresa en formas sonoras y se llena de variedad. Donde se revisa y se recurre en ciertos momentos a las bandas sonoras que Michael Nyman hizo para las películas de El contrato del dibujante y El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante de Peter Greenaway. Y que quedaron como el epítome de lo inglés cool para los que crecieron culturalmente en los ochenta y noventa.
La solución para la segunda no ha mostrado originalidad. En el sentido de que se ha elegido a una actriz para interpretar al personaje principal de Orlando. En este caso a Laia Manzanares, para los amantes de las series, la Oskana de Merlí que espabiló al Gerard. Que no es mala elección. Y menos viendo el resultado en escena, sobre todo, una vez transformada en mujer cuya presencia y movimiento recuerda muchísimo a Björk. La ya citada excelente banda sonora ayuda a que se piense en esa referencia al verla bailar.
Tras atacar esos dos retos que siempre tiene esta obra, Marta Pazos y su poética se vuelven libres. Una libertad que muchos critican por colorida y alegremente feminista. Y, seguramente, por ahí irán algunas de las críticas negativas y ninguneativas. Por llevar el agua a su molino y producir harina para hacer su pan artístico.
Un pan verde, más fosforescente y warholiano que el que usó para la ópera Alexina B. de Raquel García Tomás en el Gran Teatre del Liceu. Otra historia, esta real, de una persona intersexual de genitales poco definidos que se le asigno género femenino cuando su sentir y ser en el mundo eran masculino. ¿Qué como lo ha hecho para que ese color fosforescente tan marcado no canse, no moleste y mantenga la atención? Es un misterio que ella con su equipo artístico ha conseguido.

Pues bien, en ese salón rococó verde sucede todo. Servirá para la corte isabelina. Para la casa de Orlando. Tuneado, será Constantinopla y casa de gitanos. También servirá para salón literario o artístico. Y para acoger un lecho nupcial, que la capacidad visual de la Pazos consigue que se vea como si nos estuvieran haciendo un plano en picado aunque está en plano inclinado, en el que se suceden cuerpos femeninos y masculinos en la noche de bodas y las que le siguen. Cuerpos que mantienen la voz de Nao Albet, que hace del marinero que viene de lejos y del pasado para enamorar y casarse con Orlando convertida en mujer.
Como puede que también se critique para mal esa presencia diversa de cuerpos desnudos que ocupan el escenario durante gran parte del tiempo. Ese hacernos ver hombres y mujeres con sus diferencias externas amándose y bailando.
Unos cuerpos que, cuando van vestidos, irán transitando por un vestuario de época estilizado. Y, a veces, de pase de modelos de alta costura. De esos que se hacen para exhibición. O que de pura estilización se usan en las fotos de revistas como Vogue, de hecho, la edición española de esta revista les ha hecho un reportaje.
Una estilización que también suele ser centro de las críticas que reciben las producciones de esta directora. Esta forma crítica de mirar describirá este Orlando como cuqui o bonito para afearlo, donde otras van a ver belleza.
La que se encuentra, por ejemplo, cuando la reina Isabel cuenta con lo que tiene que tragar por reinar siendo mujer. Una reina Isabel vestida de un blanco puro, lejos de los marrones y ocres de la pintura isabelina, pero que no se puede dejar de ver como de aquella época. Puesto con la rotundidad y la presencia que le da Alberto Velasco de pie sobre la mesa en la que los demás comen. A cuyos pies los cuerpos desnudos bailan y se frotan en un baño de espuma que se le queda pegado al pie del vestido como las nubes aparecen en la imaginería de las vírgenes católicas.

Imagen que sirve para ejemplificar la delicadeza con la que se ha hecho este espectáculo. Y la dificultad para que suceda en presente lo que se está buscando y se ha encontrado en los ensayos y todo lo que queda por descubrir en el devenir de la obra a medida que acumule representaciones. Como saben todos los artistas, los materiales tienen sus propias intenciones y la mayoría de las veces no responden a los deseos de los que trabajan con ellos.
Elementos que hacen de esta obra una producción compleja. De muchos elementos mantenidos en un difícil equilibrio para que la obra funcione. Es decir, mantenga el interés y produzca sentimientos.
También para que sea una experiencia diferente de lo que es ir habitualmente al teatro, sobre todo cuando se va a salas comerciales. Ya que, aunque no lo parezca, se asiste a una ópera. Con una obertura, hecha de oscuro y palabras, la presencia persistente de la música y la construcción de monólogos escritos o compuestos por Gabriel Calderón como si fueran arias. Con unas exigencias en el decir como las que algunas partituras exigen a los tenores al cantar.
Con todo eso, se construyen dos horas de fructífero desconcierto para el público. Al menos eso parece, pues cuando acaba, la primera reacción es silencio. Como si el aplauso o los bravos pudiesen romper la fragilidad y el misterio con lo que está hecho lo que se acabar ver. Para ir seguido de unos tímidos aplausos que van tornándose en una ovación y público, fundamentalmente femenino, puesto en pie.