¡Quiero mi Premio Planeta!
"Tan ensimismado estaba en sus pensamientos que el despertador sonó varios segundos antes de que Juan se diera cuenta y lo apagara.."
Tan ensimismado estaba en sus pensamientos que el despertador sonó varios segundos antes de que Juan se diera cuenta y lo apagara. Demasiados segundos, porque ella se despertó a pesar de su sueño profundo. Cuando pasas la noche en blanco huyendo de tu pasado, demasiados segundos es un error que no puedes permitirte. La mujer tardó un par de bostezos en ubicarse. Dormía tantas veces en camas ajenas, que solía sentirse desorientada al despertarse en la suya. Quiso hacer la pregunta que quedó pendiente la noche anterior, pero las palabras se detuvieron en sus labios. Al apretarlos, le vinieron de golpe todos los sabores de esa medianoche. Los sabores del risotto, del beso suicida en el ascensor, del lambrusco demasiado frío, el sabor de la farsa pactada por los dos.
“Lo del premio es hoy, ¿no?”. Juan ya se había puesto de pie, y le contestó con un sí en donde habitaba una tristeza vieja. Estaba de espaldas, peleando ante el espejo contra un botón de la camisa que se le escurría entre los dedos. Ella no podía evitar que su corazón latiera más rápido cada vez que él la miraba, y poco a poco se había vuelto adicta a esa taquicardia. El amor no debería doler tanto, pero a veces es el único camino. “Ni media palabra, eh, hasta que el premio se haga público”. Esta vez sí la miró. Sonrió con la boca, pero no con los ojos. Se encaminó hacia la puerta del dormitorio, pero cuando ya estaba bajo el dintel sus pies titubearon. Se acercó hasta la cama y besó sus labios. No a ella, sino a sus labios. Un maldito beso que se mezcló con el risotto, el lambrusco y la farsa. Se sintió empequeñecer.
Faltaban doce horas y todavía estaba el discurso sin preparar. Lo que normalmente hubiera hecho con facilidad saltando de tópico en tópico ahora le parecía una tarea titánica. La estructura estaba clara: un golpe de humor inicial, agradecimientos, excusatio non petita sobre la grandeza de la literatura popular, dedicatorias familiares in crescendo hasta la lágrima, y rotura súbita del clímax mediante otro golpe de humor final. Cualquiera podría hacerlo. Cuatro párrafos de retórica que se escriben en diez minutos. Como éstos. Pero la pregunta que quedó pendiente la noche anterior seguía ocupándolo todo. Todas sus certezas se estaban derrumbando y no podía evitar sentir que su vida ya no le pertenecía. Siempre se había preocupado por salvar a los demás. A lo mejor era ya la hora de salvarse a sí mismo.
Sentado en una banqueta de la cocina, esperando a que ella viniera para desayunar juntos, le dio por pensar si el arrebato y el espasmo que sucede a una noche de amor sería algún tipo de síndrome de estrés postraumático. Empezó a reírse sólo, sin quitar la vista del Block de Notas del móvil, que permanecía en blanco. “¿De qué te ríes?”. “Nah, tonterías”. “¿Qué sueles desayunar? Tengo tostadas, aguacate, cúrcuma lat…”. El beso súbito de Juan interrumpió el menú. Esta vez sí la besaba a ella. A ella en sus labios, a ella en su cuello, a ella en sus pechos. Y cada beso deshacía nudos inmemoriales. Cuando llegó a su vientre, le pareció que lloraba. “Espera, ¡espera!”. Le separó, le agarró la cabeza con las dos manos, le miró a sus ojos húmedos y le hizo la pregunta que tanto temían. Los dos sabían la respuesta.
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