Desesperación de una portera de 69 años por el plan vecinal de apoderarse de su apartamento: "¿Dónde voy a vivir?"
“Siempre he intentado que esté ordenado, porque cuando hay demasiadas cosas siento que no respiro”.

Durante un cuarto de siglo, Radhia Ben Rabah ha llamado hogar a una habitación de pocos metros cuadrados. No hay cuadros en las paredes ni objetos superfluos. Todo está colocado con precisión: un sofá, una cama, una televisión y una pequeña mesa que hace las veces de comedor. “Y ya es pequeño aquí”, comenta en voz baja mientras ofrece un café. Su vida cotidiana, marcada por la discreción y la rutina, es el punto de partida de un reportaje de Le Parisien que pone el foco en una realidad poco visible: la de los cuidadores que viven en alojamientos mínimos, ligados a su trabajo y con escaso margen de maniobra.
Radhia trabaja como cuidadora interna desde hace décadas. Su vivienda no es fruto de una elección personal, sino la contraprestación de un empleo que exige disponibilidad casi permanente. Este tipo de alojamientos, frecuentes en Francia y también conocidos en otros países europeos, suelen estar vinculados al cuidado de personas mayores o dependientes, y plantean interrogantes sobre derechos laborales, dignidad y estabilidad a largo plazo.
“Siempre he intentado que esté ordenado, porque cuando hay demasiadas cosas siento que no respiro”, explica. El espacio reducido condiciona su día a día, desde la forma de descansar hasta la posibilidad de recibir visitas. Aun así, Radhia se ha adaptado con el paso del tiempo. “Te acostumbras, no porque sea fácil, sino porque no tienes alternativa”, resume.
Según recoge Le Parisien, su situación no es excepcional. Miles de cuidadores en Francia viven en condiciones similares, en habitaciones anexas a las viviendas donde trabajan o en pequeños estudios proporcionados por el jefe. El problema surge cuando el vínculo laboral se rompe. En muchos casos, la pérdida del empleo implica también quedarse sin techo, sin un periodo de transición real para reorganizar la vida.
Radhia es consciente de esa fragilidad. Tras 25 años en el mismo lugar, su habitación es estable, pero su futuro no está completamente garantizado. “Aquí tengo mis costumbres, mis horarios, pero sé que nada es definitivo”, reconoce. La ausencia de contratos claros sobre el alojamiento y la dependencia directa del empleo generan una inseguridad constante que rara vez se debate en público.
El reportaje subraya que asociaciones y sindicatos llevan tiempo reclamando una mayor protección para estos trabajadores, con normas que separen de forma más clara el empleo del derecho a una vivienda digna. También piden que se reconozca el impacto psicológico de vivir durante años en espacios tan reducidos, sin intimidad real ni posibilidad de proyectar una vida propia.
Mientras tanto, Radhia sigue con su rutina diaria. Prepara café, mantiene el orden y ocupa el menor espacio posible, casi como una forma de no molestar. “No necesito mucho”, dice, aunque su frase suena más a resignación que a elección. Su historia, aparentemente sencilla, revela una realidad compleja que afecta a miles de personas invisibles para la mayoría, pero esenciales para el cuidado de otros.
