La ideología de los nuevos modelos de educación
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La ideología de los nuevos modelos de educación

¿Por qué sacrificar la curiosidad por el conocimiento basándose en que lo importante es lograr un encaje instrumental de las destrezas aprendidas únicamente para que uno pueda ganarse un puesto de trabajo con ciertas garantías? ¿Ser culto es un factor sin valor y prescindible en el mundo real?

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Foto: ISTOCK

"Es la sensación de poder unida a la sensación de conocimiento lo que hace a los hombres desear creer y temer la duda".

William K. Clifford. El deber de investigar (1877).

Nuestros hijos, en la escuela, el instituto y la universidad ¿estudian lo suficiente?, ¿aprenden lo que es auténticamente importante?, ¿desarrollan al máximo su potencial para tener posibilidades de disfrutar de un trabajo en el que desempeñar su vocación? Los sistemas educativos occidentales, ¿están preparados para asegurar todas estas demandas de las sociedades y los gobiernos que los sostienen?

Ya entrados sobradamente en un nuevo cambio de siglo, suele ser un fenómeno bastante recurrente el que los sistemas (políticos, de valores y creencias, económicos) que nos sirvieron durante los 80, 100 o 150 años anteriores comiencen a ser no solo exhaustivamente revisados sino que, por añadidura, pasen a ser denostados, estigmatizados o incluso marginados desde sectores cada vez más influyentes de la sociedad. Uno de los casos que más nos puede preocupar de dicha tendencia tiene que ver con el sistema de socialización en el que los niños, los adolescentes, los jóvenes universitarios y de formación profesional, y los adultos en formación continua, aprenden lo que aprenden, y no otras cosas, y en qué tipo de coyunturas se miden tanto el progreso de sus inteligencias como el nivel de éxito esperado (incluido el retributivo) cuando sus conocimientos sean aplicados en su vida particular y en el ámbito profesional.

En nuestros días, entre los más privilegiados se multiplican las voces que, aspirando a ser consideradas como visionarias para mayor regocijo de la humanidad, anuncian el fin de los exámenes, la sobrevaloración del ejercicio de la memoria, el aniquilamiento precoz de la imaginación, el exceso de deberes para casa, la enseñanza de materias y conceptos sin utilidad para conseguir un trabajo creativo e impulsar la economía, o la amenazante irrupción de los robots sustituyendo no solo trabajos manuales sino aspectos tanto del proceso de aprendizaje (en el que las máquinas se convierten en los profesores del futuro) como de la toma de decisiones (llegando a ser esta IA enriquecida los nuevos asesores de cabecera de los gobiernos y las grandes fortunas).

Este escenario, al ser volcado sobre el tipo o perfil de persona que el mercado supuestamente demanda, y por el que presiona al sector educativo, se resume popularmente mediante construcciones del lenguaje, disfemismos en esencia, como "menos teoría y más práctica", "más aterrizaje y menos conceptos", "más pasión por asimilar los conocimientos, que además cada vez deben ser más simplificados, requiriendo el esfuerzo justo, puesto que luego, a la hora de la verdad, el disponer de un dominio extraordinario no servirá para casi nada". En paralelo y contradictoriamente, asoma un objetivo virtuoso al que bienintencionadamente se le está colocando por delante de todos los demás, y que al escucharlo, como una nota nueva en la partitura que toca la orquesta de los más poderosos, suena tan osado como inaudito: "los alumnos tienen que aprender a pensar críticamente".

¿Acaso no ha sido siempre ese el propósito universal de la enseñanza, en la Grecia de Platón y Eurípides, en el Renacimiento italiano de Pico della Mirandola, en la Holanda de la Ilustración radical en la que maduró Spinoza? "Veritas" es el mandato al que se consagra una institución tan afamada como la que ayudó a edificar en el siglo XVII John Harvard, y es la verdad, su búsqueda y comprensión, la mejor guía para disfrutar de una existencia autentica, tal y como la concebía Sartre. Ambas categorías, verdad y autenticidad, siempre han estado en la base del modelo educativo occidental. Pues ¿qué ha propuesto éste sino en esencia crear individuos capaces de aprehender el mundo con las armas de la lógica y la dialéctica? Más recientemente, se han ido popularizando ciertas ideas alrededor de la importancia de cultivar personas talentosas, las cuales, para serlo, deben demostrar no sólo que saben pensar con rigor, sino que son capaces de hacer uso de la imaginación para crear algo de la nada. Así, sutilmente, la educación basada en el conocimiento ha ido siendo desplazada por la "ideología de la genialidad" que, al incorporar en su esencia los valores económicos, ha acabado por transformar el mismo enfoque cultural de nuestra civilización.

El primer rasgo de este giro cultural que estamos sufriendo apela a diferenciar nítidamente lo que de verdad es útil aprender en términos no solo educativos, sino socioeconómicos: los conocimientos técnicos, el saber acerca del funcionamiento de cada cosa, el poder arreglar algo, el utilizar con pericia una herramienta... Para estos casos, el conocimiento es un capital en sí que, si bien podría no ser abundante en un momento dado, lo cierto es que no es demasiado caro de obtener para un país desarrollado.

Sin embargo, el impulso del que, siguiendo la lógica anterior, deberían beneficiarse las ciencias y las ingenierías, puede servirnos para ilustrar un prejuicio latente que, como es natural en nuestra cultura política, tiene trampa. Muchos de ustedes ya habrán leído algunas noticias que exponen que EEUU en la próxima década necesitará proveer su mercado interno con un millón de nuevos licenciados en matemáticas, física, química, biología, e ingenierías (empaquetadas en el acrónimo STEM -science, technology, engineering, and mathematics-) si realmente quiere mantener su posición económicamente prominente mediante la explotación de los diversos campos de la ciencia y el desarrollo tecnológico (una proyección que podemos contrastar con el amenazante dato de que en China se están "produciendo" dos millones de ingenieros al año). Parecería que el esfuerzo de ser un científico en EEUU equivale a poder ejercer la vocación de una manera prácticamente asegurada: un trabajo para toda la vida. Pero la verdad de esta consideración no es tan sencilla.

El U.S. Census Bureau reportó en 2014 que el 74% de la población formada en alguna diplomatura o licenciatura de la esfera STEM y que tenía un empleo en realidad no estaba ejerciendo su profesión. Al desglosar ese enorme porcentaje se descubre, entre otras sorpresas, que el 32% de ellos posee un titulo en ingeniería informática, quejándose de la ausencia de puestos de trabajo en su sector. Por lo tanto, y a pesar de lo que parecen indicar las demandas educativas de las empresas, en el presente no hay una aguda escasez de científicos e ingenieros, sino más bien un exceso de jóvenes capaces de desempeñar los trabajos ofertados. De hecho, solo hay cierta escasez en determinas posiciones muy especializadas, en función de las necesidades coyunturales de las empresas y de la normal variabilidad del mercado. Por ejemplo, en este momento la demanda para contratar a desarrolladores web y científicos de datos está al alza, mientras que, en el extremo contrario, la demanda de doctorados en computación y en biología está a la baja, sin que ello signifique que ambas tendencias vayan a perpetuarse.

Un rasgo del giro cultural consiste en debilitar, por supuestamente ineficaz y despilfarrador, el sistema educativo formal, especialmente la parte que está formada por las universidades.

Sin desmenuzar todo el mol de esta breve radiografía, una conclusión relevante, resumida en dos asunciones, sería esta:

(i) Los puestos de trabajo destinados a la investigación y la innovación escasean, y hay sobrados perfiles cualificados esperando para tener un trabajo de estas características.

(ii) La mano de obra técnica continúa estando sometida a las fluctuaciones de la economía, y es realmente sobre dicha mano de obra en la que se quiere provocar un surplus sostenible que permita a las empresas no tener que pagar unos salarios demasido altos por ella. Es muy posible que esta inercia, en términos de economía política, sea una estrategia comercial para intentar que el conjunto de Occidente no sea definitivamente derrotado por China, donde sabemos que se fabrica por una quinta parte del costo que en EEUU y cuya mano de obra será hiperabundante durante todo el siglo XXI en todas las magnitudes del alcance STEM.

Con este ejemplo pretendo ilustrar una sencilla hipótesis que estructura el trasfondo ideológico de quienes están empujando para que se produzca un cambio de modelo en una dirección concreta: en el mercado de trabajo, lo que realmente escasea es la superdotación de perfiles que puedan aportar saltos cuánticos -de alto valor añadido- a las empresas del sector privado (¿se imaginan unos millares de jóvenes con el talento de Edward Snowden pasando a formar parte cada año de las plantillas de empresas tecnológicas españolas?); desde el ámbito empresarial, deberíamos aportar una conclusión equivalente, pues de nada sirven dichos perfiles si no existen las mentes creativas con vocación visionaria capaces de crear y desarrollar empresas con valor disruptivo (al estilo de Facebook o Tesla). En realidad, estamos ante la clásica utopía del capital que el propio sistema económico suele encargarse de neutralizar (dado que la superestructura del mercado, con sus empresas más dominantes, favorece las conductas monopólicas, empujando a las más pequeñas a dibujar planes de beneficios cortoplacistas).

Partiendo de estas consideraciones, un segundo rasgo del giro cultural consiste en debilitar, por supuestamente ineficaz y despilfarrador, el sistema educativo formal, especialmente la parte que está formada por las universidades y los centros de investigación financiados con presupuestos públicos (y que, en cierta medida, son más y mejor disfrutados por las clases medias y trabajadoras). Por lo tanto, se despliega un ataque sobre el sistema que da cobijo cultural y ético a los estudiantes sin grandes recursos económicos y sin un "talento" oficialmente certificado (lo que implica que la élite empresarial no tiene un interés especial en reclutarlos). Tras esta medida, encontramos el siguiente argumento: la transferencia de perfiles desde las universidades a las empresas es ineficiente, entre otras razones porque lo que se enseña en ellas está alejado de aquello que operativamente se necesita en cada momento en el sector productivo (empezando por el hecho de que el propio profesorado no se encuentra plenamente capacitado ni tampoco tiene los recursos para incorporar las habilidades, la experiencia y los conocimientos emergentes); en consecuencia, para obtener un puesto de trabajo, las certificaciones avaladas por el Estado cada vez tienen menor peso específico, y los conocimientos que las empresas buscan en sus trabajadores deben ser adquiridos por los estudiantes a través de vías informales.

El apego creciente a estas críticas se ve favorecido por la aparición de nuevas instituciones y empresas que aspiran a ir ocupando un espacio digital en el mercado, aprovechando su influencia política, la enorme flexibilidad de su oferta educativa, al escapar de las normas que el Estado social reserva a las empresas públicas, y ser capaces de aprovechar con brillantez el desarrollo de las tecnologías de la información. Por supuesto, se trata siempre de compañías "con un sello de calidad", lo cual no debería sorprender a nadie, pues ellas mismas lo gestionan. Una de ellas es Singularity University (la universidad de Silicon Valley), que sin generar para sus alumnos ningún tipo de licenciatura oficial, máster o doctorado, está legitimándose como un foco de aprendizaje con un gancho global sin parangón gracias al prestigio que en el mundo de los negocios digitales y las nuevas tecnologías atesoran sus fundadores y las empresas privadas y púbicas que la financian (como la NASA o Google). Precisamente, en una reciente entrevista publicada en EL PAÍS, David Roberts, uno de sus integrantes de referencia, advertía del modus operandi con el que la gobernanza mundial está desplegándose ante nosotros en materia de educación. Entre sus consideraciones destacan las siguientes:

"Enseñamos en las escuelas lo que los colonialistas ingleses querían que aprendiese la gente: matemáticas básicas para poder hacer cálculo, literatura inglesa (...) Tenemos que enseñar herramientas que ayuden a las personas a tener una vida gratificante, agradable y que les llene (...) Los programas académicos están muy controlados porque los gobiernos quieren un modelo estándar y creen que los exámenes son una buena forma de conseguirlo (...) Las únicas universidades que van a sobrevivir son las que tienen una gran marca detrás, como Harvard o Stanford, o en el caso de España las mejores escuelas de negocios. Las marcas dan caché y eso significa algo para el mundo. El resto van a desaparecer".

De este discurso, con claras reminiscencias libertarias, se extraen varios mensajes:

(i) Un desprecio general del rendimiento social producido por el modelo educacional que hemos disfrutado en los últimos decenios, subestimando los miles de millones de ciudadanos responsables que han surgido a partir de él, e ignorando a los centenares de mentes geniales aportados por el sistema.

(ii) El Estado social es identificado como la causa principal que desencadena las disfunciones del modelo, al haber establecido un mecanismo de control intensivo sobre aquello que se debe aprender y lo que hay que ignorar. Luego el Estado se convierte en un factor que debe ser aislado de su posición preeminente.

(iii) La igualdad de oportunidades, basada en el esfuerzo y el mérito que en una buena parte se garantiza mediante los exámenes (ya sea para acceder al sistema ya se para validar lo que has aprendido), directamente es cercenada y, por defecto, casi cualquier prueba de evaluación es puesta en tela de juicio (la discrecionalidad del dueño de la institución educativa, supuestamente tocado de omnisciencia y neutralidad, y la genialidad innata del estudiante, son insinuados como sus sustitutos naturales).

(iv) Si aspiras a que tus hijos alcancen cierto umbral de excelencia y a que puedan probar algunas gotas de felicidad basadas en el desempeño de una profesión, más nos vale como padres que adquiramos la conciencia de que no podrán aprender lo que es imprescindible si les enviamos a "vulgares" universidades regionales, sino que tendrán que dirigirse a los oráculos posmodernos como los que representan Singularity, Udacity y Khan Academy, o bien a la tradicional y cada vez más global Liga de Oro que forman Harvard, Standford, Yale, Oxford y Cambridge. En consecuencia, el desprestigio y la posición de partida desigual de los jóvenes españoles que realicen el grueso de sus carreras en universidades de Extremadura, Sevilla, Santiago de Compostela, Madrid o Barcelona parece ser algo empíricamente comprobado cuando cualquiera de ellos pasen a ser valorados por el mercado mundializado. Probablemente, esta valorización a la baja ocurre en nuestros días y desde hace tiempo, luego la tendencia parece consistir en agudizar esta creencia hasta que muchas de nuestras universidades sean contempladas como entidades insignificantes (cabe decir para desmontar tal operación ideológica que el sistema universitario español está dentro de los 10 más prolíficos del mundo en producción de pensamiento científico).

Debemos considerar, como síntoma de templanza, el hecho de admitir que la ciencia también puede llegar a implantar un tipo de tiranía cognitiva.

En resumen, el leitmotiv que recorre todas las ideas de Roberts se sintetiza en un fin último: "formar a personas para cambiar el mundo". Un propósito con tanta energía para encender nuestros sueños que casi resuena con la misma fuerza que un mandamiento religioso, mientras que, simultáneamente, el puro criterio científico queda eclipsado en demasía.

Al reflexionar sobre este estilo de ideario me vino a la memoria, como contrapunto, la vida y obra de William K. Clifford, un catedrático de matemáticas aplicadas de la University College de Londres, que organizó en 1878 un congreso de librepensadores abierto a científicos y filósofos de todo el mundo. Dedicado a la memoria de Voltaire, el compromiso central que debía guiar aquel debate consistía en encontrar los modos más eficaces de liberar a los pueblos de la Tierra de todos los tipos de superstición, dogmas de fe, prejuicios degradantes y opiniones disfrazadas de autoridad. Fue dirigido con un deseo ardiente de hacer "luz" sobre todo, y no solamente sobre aquello que se considerara conveniente por razones ajenas a la ciencia. Parece sensato el hecho de estar de acuerdo con Clifford en que en todas las épocas surgen personas inteligentes capaces de cuestionar las estructuras dogmáticas de una sociedad (lo que incluiría poder hacer crítica sobre el modo en el que funciona el sistema de la universidad). Por otra parte, debemos considerar, como síntoma de templanza, el hecho de admitir que la ciencia también puede llegar a implantar un tipo de tiranía cognitiva, basada en mantener que lo universalmente verdadero debe nacer exclusivamente desde la experiencia y nunca desde la imaginación.

Ante tal disyuntiva, la salida democrática que marcó el iluminismo de Clifford consistió en admitir que cada persona podía tener sus "propias" creencias, siempre y cuando la sociedad asumiera el riesgo de que algunas de ellas podían conllevar graves daños al progreso y las libertades de los demás. Por ende, las creencias, bajo este prisma, no podían ser ya un asunto privado, sino que debían pasar a ser un asunto público que concerniera a todos. Tal vez sea solamente una curiosidad casual, pero la responsabilidad de nuestro tiempo continúa siendo la misma a la que se enfrentaron los que asistieron a aquel congreso hace 140 años. Dejarnos llevar, abandonando la responsabilidad de cuestionar los prejuicios y los discursos políticos que nos rodean, y acogiendo la desmemoria de lo que significa salvaguardar la esencia del conocimiento y de la moral subsiguiente, solo puede conducirnos a perder el privilegio, siempre terrible, de ayudar a transformar el mundo en el que la posteridad tendrá que existir.

Ken Robinson, un experto británico en educación adherido a la corriente revisionista y que ha cosechado una gran popularidad en la última década, apela a un diseño educativo en el que quede derogada la jerarquía entre los diferentes conocimientos, proporcionando al teatro, la música, la oratoria y la escritura creativa un lugar a la altura de las matemáticas, la física o la lingüística. ¡Cómo no!, durante la República de Roma los hijos de los patricios estudiaban retórica, poesía, filosofía, y algo de geométrica básica. Lo importante para aquella forma de cultura era crear al ciudadano total capaz de mejorar el gobierno, que era concebido ya entonces como el destino de todos. Goethe con solamente 8 años ya sabia hablar con competencia cuatro idiomas (alemán, francés, griego y latín). Edward Snowden, el hacker más famoso de la historia, ni siquiera pasó por la universidad para ser capaz de aprender a hacer lo que hizo.

La inteligencia es una huella dactilar intransferible y absolutamente diversa y, además, nunca es un ente estático: como atributo biológico es algo en cambio constante, unas veces en progreso y otras en pregreso. El desarrollo cognitivo comienza antes del nacimiento y va más allá de los 16 o los 22 años. La inteligencia de cada uno, si se trabaja, si se usa, si se desafía a sí misma, crecerá con el tiempo, mejorando todas las capacidades materiales del individuo.

Entonces, ¿por qué sacrificar la curiosidad por el conocimiento basándose en que lo importante es lograr un encaje instrumental de las destrezas aprendidas únicamente para que uno pueda ganarse un puesto de trabajo con ciertas garantías? ¿Ser culto es un factor sin valor y prescindible en el mundo real? Otros temas pendientes que deberían abordarse en la búsqueda de la transformación del modelo educativo a escala holística tendrían que resolver con sinceridad dudas como estas: ¿es suficiente un modelo de educación que coercitivamente dure solamente hasta los 16 años?; ¿cuáles son las razones políticas que impiden que la educación de grado superior no sea también obligatoria?; ¿una carrera universitaria es eficaz y competente durando solamente cuatro cursos?; ¿las empresas españolas están sinceramente interesadas en atraer perfiles de 22 o 23 años recién salidos de la universidad para integrarlos de forma estable y como un valor añadido a sus modelos de negocio?; ¿el nivel de esfuerzo exigido a los menores y jóvenes debe relajarse?; ¿con qué motivos y fines sería razonable admitir dicha rebaja?

Es cierto que hay dos factores de alcance mundial que presionan para que tenga lugar un cambio crítico en la educación: la tecnología (en relación con la velocidad con la esta se introduce en nuestra vida profesional y personal) y la demografía (en el sentido de los millones de personas con una esperanza de vida cada vez mayor que cada año pasan a la jubilación mientras que, en la otra dirección, millones de personas jóvenes se incorporan con éxito desigual al mercado laboral). Soy plenamente consciente de que los alumnos que comienzan en este curso 2016-2017 su carrera en la universidad, incluidos algunos pocos a los que imparto clase, no se jubilarán hasta el 2083. Por sentido común, será muchísimo lo que todos ellos deberán seguir aprendiendo inmediatamente después de su época universitaria para alcanzar la proeza de continuar siendo "empleables" cuando este siglo XXI se aproxime a su final. La tecnología, para entonces, habrá cambiado de un modo tan radical que tendrá poco que ver con la que hoy conocemos.

Sin embargo, continuará estando presente una ley universal e inmutable, anclada en la vertiente democrática de los ideales modernistas que dieron esperanza al terrorífico siglo XX. Aquella que postula, al contrario que la visión calvinista que enseña que el hombre se halla predeterminado para ser un maldito por mucho que se esfuerce en redimirse, que la humanidad está predeterminada a ser salvada aunque no lo merezca. Esta creencia en el progreso humano emana directamente de la fe en el conocimiento científico, que debería ser el equivalente al conocimiento de la verdad y la autenticidad, sin renunciar al esfuerzo por perfeccionar al hombre y al mundo que lo rodea con libertad e imaginación. Una creencia con la que hasta Clifford estaría de acuerdo. Y esta fe suprema es la que hay que proteger de cualquier ideología deformadora que anteponga, frente a ella, tanto la mercantilización de la educación como la decadencia del impulso intelectual.