La igualdad no puede esperar doscientos años

La igualdad no puede esperar doscientos años

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Año 2234: se alcanza en el mundo la igualdad entre mujeres y hombres. Puede sonar a chiste, pero la fecha la ha dado el Foro Económico Mundial tras advertir que el ritmo al que se ha venido cerrando la brecha en las últimas décadas se ha ralentizado. No sólo eso: en el último año ha habido, incluso, retrocesos en la representación política de las mujeres.

La ola reaccionaria que parece haber sacudido a las democracias occidentales tiene consecuencias. Los nacional-populistas anhelan una sociedad tradicional y mítica en la que los roles se repartían de forma desigual: el poder para el hombre, la servidumbre para la mujer.

Por mucho que un país consiga movilizar sus recursos y trazar planes estratégicos a largo plazo, un horizonte a más de dos siglos no es un horizonte político

Suele decirse que en política no existe el largo plazo: los cargos estamos sometidos, al menos en los sistemas democráticos, a un escrutinio periódico en el que rendimos cuentas antes de ser reelegidos, si tal es nuestra intención. Una de las críticas menos triviales que se hace a las democracias es que les cuesta mirar al futuro más allá de las siguientes elecciones. Y es cierto que cuesta, pero en ocasiones se consigue elevar el vuelo y llegar a acuerdos vinculantes y relevantes. Para ello, el consenso es imprescindible.

Pero, por mucho que un país consiga movilizar sus recursos y trazar planes estratégicos a largo plazo, un horizonte a más de dos siglos no es un horizonte político. Si alguien tiene la tentación de decir: "de acuerdo, avanzamos lentamente, pero avanzamos", o "qué son doscientos años tras milenios de desigualdad", yo le diría que se aparte del camino. No podemos decir a una niña de hoy que tal vez sus tataranietas conocerán la igualdad real. La obligación de la política es decirle que ella, al menos ella, podrán disfrutarla.

Si las niñas no estudian no sólo quedarán relegadas a la insignificancia económica, sino también a la política

De los datos que desgrana el informe del Foro Económico Mundial, tal vez el más descorazonador es el que tiene que ver con el acceso a la educación. Si las niñas no estudian no sólo quedarán relegadas a la insignificancia económica, sino también a la política: nunca llegarán a tener las herramientas necesarias para organizarse, para reivindicar, para luchar por su situación. Serán presa fácil para los poderosos.

Si queremos quedarnos con algo positivo, observemos los casos de Ruanda o Nicaragua: las políticas de paridad en política están logrando que entren en la agenda pública las reformas sociales que más pueden beneficiar a las mujeres, muchas de ellas relativas, precisamente, a la educación. Es una constante histórica: ¿quieres erradicar la discriminación hacia un grupo? Dale poder político real.

Según datos de la Comisión, el 55% de las mujeres europeas afirman haber sufrido acoso sexual; un 75% en el caso de mujeres directivas

Es evidente que la situación de las mujeres es peor fuera del mundo desarrollado, pero aquí ha sucedido recientemente algo que debería llamar nuestra atención y alarmarnos. A raíz de un escándalo en Hollywood, el del acoso y abusos a muchas actrices por parte del productor Harvey Weinstein, una ola de indignación ha recorrido el mundo y ha sacado a la luz la dimensión real de esta forma de opresión.

Ningún ámbito parece libre, ni siquiera, y me duele decirlo, el Parlamento Europeo. Según datos de la Comisión, el 55% de las mujeres europeas afirman haber sufrido acoso sexual. La cifra asciende al 75% cuando hablamos de mujeres directivas. Hablamos, por lo tanto de un mal oculto y terriblemente extendido que va mucho más allá de la violencia: muestra una tolerancia inaceptable y una posición de superioridad que permite al delincuente asustar a la víctima y esconderse tras un muro de silencio.

Es cierto que los logros de la política suelen ser graduales, pero un horizonte de dos siglos no es un horizonte político: es una vergüenza

La actual legislación contra el acoso sexual ha fracasado, lo que supone no sólo un sufrimiento inaceptable para sus víctimas, sino un obstáculo más en las carreras profesionales de las mujeres. Aquellas que deseen alcanzar puestos de responsabilidad saben que se exponen a sufrir situaciones estresantes y humillantes por las que los hombres no tienen que pasar. Lo peor de esto es que, hasta ahora, ni siquiera se tiene en cuenta cuando se analiza la igualdad en el ámbito del trabajo.

¿Vamos a decirle a las víctimas de acoso y abusos sexuales que las cosas habrán cambiado en 2234? ¿Vamos a decir a las niñas de hoy en un país como, pongamos, la India, que sus tataranietas tal vez puedan estudiar? ¿Vamos a decir a las mujeres que su deseo de igualdad no está en la agenda política sino que queda para las películas futuristas? Es cierto que los logros de la política suelen ser graduales, pero un horizonte de dos siglos no es un horizonte político: es una vergüenza. Y contra esta vergüenza debemos rebelarnos.

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