Decadencia del presidencialismo
"Trump está ejerciendo un poder personalista, sin colegiación alguna, en asuntos como la política comercial, extralimitándose en el despliegue de sus propias facultades".

En el relativamente reducido club actual de regímenes democráticos, las repúblicas se clasifican en dos grandes familias: la de los sistemas parlamentarios y la de los regímenes presidencialistas. En los sistemas parlamentarios, el poder ejecutivo está en manos de un primer ministro elegido en segundo grado por el poder legislativo, el parlamento, que emana del pueblo a través de elecciones directas y secretas. En los modelos presidencialistas (o semiparlamentarios), el poder ejecutivo es ejercido por el jefe del Estado, elegido directamente en una consulta ad hoc distinta de la que forma el parlamento, y que comparte con el parlamento el poder legislativo. En aquel modelo, el parlamentario, el presidente de la república, una figura simbólica que no ejerce poder efectivo alguno, es también designado por el Parlamento.
Las monarquías occidentales, por su parte, son en realidad repúblicas parlamentarias coronadas, con la diferencia de que el jefe del Estado, que reina pero no gobierna, es el monarca, que disfruta de la vaporosa pero efectiva legitimidad dinástica prevista constitucionalmente.
En el capítulo de las democracias occidentales consolidadas del hemisferio norte, apenas hay dos regímenes presidencialistas de fuste: el norteamericano y el francés. Aquel fue fruto de la Convención de Filadelfia de 1787, ratificada después por todos y cada uno de los estados de la federación. La francesa es fruto de la Constitución de la Quinta República impulsada por De Gaulle, aprobada en referéndum en septiembre de 1958; curiosamente, aquel texto no preveía la elección por sufragio universal del presidente de la República: esta tarea era encomendada a un Colegio de aproximadamente 80.000 grandes electores (diputados, senadores, consejeros generales, alcaldes y delegados de los consejos municipales); este sistema solo fue usado una vez, el 21 de diciembre de 1958, porque en 1962 se convocó un referéndum para modificar el sistema de elección del Presidente de la República: se introdujo el principio de elección por sufragio universal directo a dos vueltas; si en una primera convocatoria ningún candidato supera el 50% de los votos, hay una segunda quince días después en la que solamente compiten los dos candidatos con mayor porcentaje de votos. Este sistema se usó por primera vez en 1965.
El presidencialismo francés fue una invención del general De Gaulle, quien quiso reforzar los poderes del presidente de la nación frente al parlamento con relación al sistema de la Cuarta República, instaurada tas la Segunda Guerra Mundial. Aquel sistema, que fortalecía el papel del jefe del Estado, planteaba un problema de gobernabilidad que se obvió en las primeras etapas pero que estalló en las siguientes: puesto que el parlamento y la presidencia de la República provenían de elecciones diferentes, era previsible que en ocasiones uno y otra fuesen de distinto signo político. Efectivamente, en marzo de 1986, el socialista Mitterrand no tuvo más remedio que nombrar primer ministro al conservador gaullista del RPR Jacques Chirac porque así lo habían querido los electores; aquella situación se mantuvo hasta mayo de 1988 y se ha repetido después.
Actualmente, el sistema de partidos ha cambiado en Francia y la jefatura del Estado está en manos de un centrista, Macron, creador de un partido de ese carácter (Renaissance), quien desde 2017 ha gobernado con siete primeros ministros, en un marco de creciente inestabilidad. Hay que pensar que la gobernabilidad se complicó en Francia por la fuerte presencia de la extrema derecha cuando en los años ochenta del pasado siglo Jean Marie Le Pen lanzó el Frente Nacional, actualmente en manos de su hija y con el nombre de Rassemblement Nacional. El cordón sanitario que formaron todos los demócratas dificultó —y dificulta todavía— la formación de mayorías estables de poder.
En los Estados Unidos, la situación es muy distinta, pero el retorno al poder del republicano Donald Trump en 2024 para ejercer una segunda legislatura después del cuatrienio gobernado por el demócrata Biden está poniendo en peligro todos los equilibrios políticos que habían caracterizado al régimen de aquella gran democracia.
La lista de agravios al sistema cometidos por Trump es muy larga: alentó una toma física violenta del Congreso de los Estados Unidos por una muchedumbre arengada por él mismo que pretendió dar un golpe de Estado, que causó víctimas y que todavía no ha sido resuelta por los tribunales. Está ejerciendo un poder personalista, sin colegiación alguna, en asuntos como la política comercial, extralimitándose en el despliegue de sus propias facultades. Para manifestar aparatosamente su dominio, que nadie discute, está desplegando la Guardia Nacional en estados de mayoría demócrata para ”restablecer el orden” allá donde no había sufrido alternación reseñable alguna. Limita la transparencia y la libertad de expresión poniendo trabas a los medios que, por ejemplo, no pueden ejercer su tarea de escrutinio en el Pentágono; presiona a las empresas de comunicación para que seleccionen a sus trabajadores según su ideología. Resuelve los contenciosos internacionales arbitrariamente y por la fuerza, como es el caso del asedio a Venezuela con el pretexto del narcotráfico: el hundimiento a tiros de barcos supuestamente tripulados por delincuentes, provocando la muerte de las tripulaciones, es un acto manifiestamente ilegal. Alardea de su avidez territorial, manifestando sin ambages que piensa apoderarse de Groenlandia o que aspira a anexionase Canadá… La persecución sistemática de los inmigrantes y residentes irregulares plantea también serios problemas morales a mucha gente que entiende que el gran país americano ha sido y debe seguir siendo tierra de acogida.
Los tribunales son actualmente el único freno que encuentra Trump a sus excesos, pero fatalmente el Tribunal Supremo, máximo órgano jurisdiccional cuyos miembros son vitalicios, fue completado con personas afines durante la primera legislatura del sátrapa, por lo que no es de extrañar que hasta este momento haya dado la razón a su patrocinador en todos los asuntos que se le han planteado.
Felizmente, el pasado sábado varios millones de personas se manifestaron en todo Estados Unidos contra los excesos del sátrapa Trump, bajo el lema “No Kings” —no reyes, no autócratas—. La reacción de los americanos conscientes pone freno a la disparatada carrera del inquilino de la Casa Blanca, pero todavía resta más de media legislatura hasta que el indeseable sujeto, señalado también como sospechoso de crímenes sexuales, haya de dejar al poder. Por añadidura, Trump ya ha insinuado su voluntad de desempeñar un tercer mandato, lo que requeriría cambiar la Constitución o violentarla. No parece fácil que tal cosa suceda, pero es muy saludable que los estadounidenses hayan demostrado al mundo que no se dejarán arrastrar por los excesos de un personaje indeseable que inexplicablemente ha conseguido hacerse con el poder en la primera potencia dela tierra.
