Gana más de 100 millones de euros en la lotería, se convierte en el millonario bondadoso y acaba en los infiernos
Jack Whittaker repartió millones, recibió bendiciones y acabó maldiciendo su suerte: “Me quedé sin amigos, sin familia y sin alma”.

Jack Whittaker era un hombre cualquiera. Vivía en Virginia Occidental, conducía su propio coche, desayunaba en los mismos bares de siempre y tenía una empresa de fontanería que le daba para vivir sin lujos pero sin apuros. Todo eso voló por los aires el 25 de diciembre de 2002, cuando el sorteo de Powerball le convirtió en millonario de la noche a la mañana. No ganó una fortuna, ganó la fortuna: 314,9 millones de dólares (unos 300 millones de euros al cambio actual), el mayor premio jamás entregado a una sola persona en la historia de Estados Unidos, según ha recordado el medio tailandés Sanook.
Eligió la opción de “pago único” y se llevó 113 millones limpios, ya con los impuestos descontados. El gesto de rechazar los pagos anuales fue el primer error, según los analistas financieros. El segundo llegó en cuanto se le ocurrió anunciar a los medios que pensaba donarlo “todo lo que hiciera falta” para ayudar a los demás.
Casinos, maletines de billetes y un club de striptease
En cuestión de semanas, Whittaker se convirtió en una especie de Santa Claus multimillonario. Donó millones a iglesias, escuelas, personas sin hogar. Daba propinas de 10.000 dólares, dejaba sobres con cheques en los mostradores y regaló casas y coches como quien reparte caramelos. Se le describía como “el hombre más generoso de América”. Pero aquel cuento de hadas escondía una bomba de relojería.
Jack se acostumbró a llevar maletines con cientos de miles de dólares en efectivo. Frecuentaba casinos y clubs de striptease. En uno de ellos, le robaron 545.000 dólares del coche. Meses después, otros 200.000. En entrevistas posteriores confesó que había días en los que se gastaba 20.000 dólares antes de comer. A partir de ahí, todo empezó a derrumbarse.
“Ya no me queda ni un amigo. Todos me ven como un cajero automático”, llegó a decir. Su familia tampoco aguantó. Su mujer le pidió el divorcio, alegando “diferencias irreconciliables y deterioro emocional”. Su hija mayor murió por complicaciones médicas. Y su nieta, Brandi, en la que había volcado su cariño y su fortuna, cayó en el infierno de las drogas y murió de una sobredosis en 2004, con solo 17 años.
La pesadilla del hombre más afortunado
Whittaker intentó salvar a su nieta por todos los medios. La sacó del instituto y contrató profesores particulares para que estudiara en casa. Le compró una vivienda, un coche, le abrió una cuenta con cientos de miles de dólares y le pagó varios ingresos en centros de rehabilitación. También puso escolta privada a su disposición y llegó a organizar, por su cuenta, redadas contra los camellos que la rondaban. Nada funcionó.
En 2004, Brandi desapareció durante varios días. La encontraron muerta en el jardín de su novio, envuelta en una manta, con restos de cocaína y metadona en el cuerpo. Tenía 17 años.
Aquel golpe lo dejó roto. Dejó de salir en público, empezó a beber más, perdió el control de su empresa y vendió varias propiedades. En 2016, su casa principal quedó reducida a cenizas por un incendio. Cuatro años después, Jack Whittaker murió, solo, a los 72 años.
