Gaza: así es vivir en la prisión al aire libre más grande del mundo

Gaza: así es vivir en la prisión al aire libre más grande del mundo

Los muertos del pasado lunes ponen bajo el foco, de nuevo, la vida miserable en la franja, sometida al bloqueo de Israel desde 2007.

Vista parcial del campo de refugiados de Jabalia, en el norte de Gaza, en una imagen de 2011.THOMAS COEX / AFP / Getty Images

Tras la matanza del pasado lunes en Gaza, en la que más de 60 civiles palestinos murieron y otros 3.000 resultaron heridos por disparos del Ejército de Israel, la Franja ha vuelto a los titulares. La comunidad internacional se rasga las vestiduras y hay quien habla de un "punto de inflexión", de que las cosas no pueden seguir igual tras estas muertes. Lo cierto es que, otra vez, el drama pasará. Gaza se olvidará y volverá a su sufrimiento diario. Porque en ese rincón del mundo no se vive, se sobrevive, con focos de los medios -más de 600 han entrado estos días para la conmemoración de los 70 años de la Nakba o catástrofe- o sin ellos.

¿Que cómo es la vida en Gaza? Para entender el día a día de la mayor cárcel al aire libre del mundo, como la denominan los palestinos y las principales organizaciones de derechos humanos, hay que explicar primero qué es la franja. Hablamos de un pedazo de tierra tan grande como La Gomera pero estirada a la orilla del mar, con 40 kilómetros de largo por 15 de ancho, pero que en vez de tener menos de 21.000 habitantes como la isla canaria, soporta una población de 1,9 millones largos. Es uno de los lugares con mayor densidad de población del mundo. 1,3 millones de sus vecinos son, además refugiados, palestinos que escaparon de sus casas por las guerras con Israel de 1948 y 1967.

Israel insiste en que no ocupa Gaza, de donde salieron los últimos colonos y las últimas tropas en 2005. Sin embargo, el derecho internacional tiene una definición más amplia de lo que es "ocupación", más allá de que haya presencia militar en el interior de un territorio. Eso es lo que pasa allá: no hay soldados dentro pero es Tel Aviv quien delimita y controla la frontera, quien vigila la llamada zona de seguridad y sus aledaños, quien vigila la costa y el aire, quien decide cuándo, para qué y para quién se abren los pasos (salvo uno que controla Egipto, en el sur, tan cerrado que tampoco ayuda), quien da permiso para que entren materiales, quien tiene capacidad para controlar las comunicaciones.

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Ocupación sin botas sobre Gaza a la que se añade el bloqueo del que llevarás años escuchando. Once, concretamente. Gaza está sometida a la voluntad de Israel, que controla lo que pasa por tierra, mar y aire, desde 2007. Esta medida total de presión se empezó a aplicar cuando el grupo islamista Hamás ganó las elecciones en 2006 y luego tomó el poder en la franja. Desde entonces, la situación de los gazatíes se ha ido deteriorando, llegando a ser de grave crisis, obligándoles a depender mayoritariamente de la ayuda humanitaria e impidiendo el intercambio de productos y servicios y el desplazamiento natural de población. El resultado es un territorio que carece de lo esencial.

Las cifras

Aquí van algunos datos de lo que genera el bloqueo, aportados por la UNRWA, la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos: el 80% de la población depende hoy de la ayuda internacional, el 90% del agua no es apta para consumo humano (al único acuífero le queda menos de un año para estar inservible), la inseguridad alimentaria afecta casi al 60% de los hogares, tres de cada 10 vecinos no tiene empleo, cuatro de cada 10 vive por debajo del umbral de la pobreza y se calcula que en dos años, en 2020, la franja será "inhabitable". El deterioro de la situación se aprecia, por ejemplo, con este dato: si en 2000 UNRWA atendía a 80.000 personas, hoy son 800.000 las que necesitan de la agencia para tirar hacia adelante.

En 2014, antes de la última gran ofensiva israelí (Margen Protector, que dejó más de 2.300 muertos), la ONU ya afirmaba que había un déficit de 400 escuelas, 800 camas de hospital y más de 3.000 doctores y sanitarios. Tras ese verano, cuando las tropas de Israel destrozaron 17 hospitales, 56 ambulatorios y 45 ambulancias, además de decenas de colegios, las necesidades se multiplicaron. Diversas ONG internacionales han denunciado que, de los fondos prometidos por las naciones para reconstruir Gaza tras aquella operación, no ha llegado ni el 60%. Quedan unas 60.000 casas, de las 138.000 dañadas entonces, sin reconstruir.

Más allá de que llegue o no todo el dinero garantizado por los donantes, el problema es que no puede entrar el material necesario para levantar lo tirado o hacer infraestructuras nuevas. La prohibición de la importación de materiales de construcción por el Gobierno de Israel es una de las principales rémoras que impone el bloqueo. UNRWA denuncia en su último informe de situación que "está ralentizando el proceso de reconstrucción, ya que la importación sólo es posible tras un largo proceso de aprobación, para aquellos proyectos dirigidos por la ONU, pero no para el programa de asistencia en efectivo para que los refugiados puedan reconstruir sus propios refugios".

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  Un grupo de palestinos revisas sus casas, destrozadas en la Operación Plomo Fundido de 2009.Mohammed Salem / Reuters

Y es que el cemento o las losas son algunos de los bienes que Israel no considera esenciales y que frena en la frontera. No pueden entrar. Los sucesivos gobiernos de Israel siempre se defienden afirmando que en Gaza no hay desabastecimiento, y es cierto. Los supermercados están llenos de productos de todo tipo. El problema es que son inalcanzables para el bolsillo de los gazatíes, empobrecidos hasta el límite. Muchas de las mercancías se encarecen porque, como no se pueden producir dentro por falta de industria o investigación (todas las piezas de maquinaria son sospechosas de doble uso, que pueda hacer daño a Israel), hay que comprarlas al vecino, o sea, a los israelíes.

Según denunció en 2012 la ONG israelí Gisha, el gobierno de su país ha llegado a calcular el número de calorías que los palestinos necesitarían para evitar la desnutrición bajo el bloqueo, un hecho que el Tribunal Supremo obligó a desvelar. El documento en que se basaba el caso afirmaba que "para mantener la estructura básica de vida" en la zona Israel permitiría la entrada de 106 camiones con bienes esenciales al día. Según Gisha, unos 400 camiones llegaban a Gaza cada día antes del bloqueo y en el momento en el que se elaboró el documento solo lo hacían unos 67.

Cuatro horas de luz

Uno de los principales problemas es con el combustible, sin el que no hay coches pero tampoco generadores que hagan llevaderos los cortes de luz: con una única central eléctrica funcionando a medio gas, atacada en las tres últimas ofensivas, hay hoy entre cuatro y seis horas diarias de suministro en la franja. Casi imposible atender así las luces de un quirófano o una respiración asistida a cualquiera de los 3.188 heridos ingresados, según el Ministerio de Salud, desde lunes pasado. Hay que estudiar a oscuras, trabajar sin ventilador, lavar a mano... Y tampoco se escapa la sanidad: hoy hay un 60% de medicamentos esenciales fuera de stock en Gaza, tras los ataques de esta semana. Entran con cuentagotas.

No pasan bienes, pero tampoco personas. Gaza cuenta con tres pasos fronterizos: dos con Israel (Kerem Shalom, para mercancías, y Erez, para personas) y otro con Egipto (Rafah). Tanto por Erez como por Rafah los permisos de paso se dan de forma excepcional. El segundo abre esporádicamente, con lo que Egipto igualmente afianza el bloqueo israelí por su lado de la frontera. Suelen dejar pasar a enfermos y peregrinos camino de La Meca, poco más. El primero, que controla Israel, ve cómo pasan por allí unas 400 personas diarias, cuando antes del bloqueo superaban las 26.000 por día.

Comerciantes, estudiantes, enfermos, gente que iba a Jerusalén Este o a Cisjordania a visitar a la familia... Ahora eso no existe. Salen sólo los enfermos muy graves (algunos que necesitan operaciones de corazón o tratamientos de cáncer avanzado), cooperantes, periodistas y diplomáticos. Un ciudadano de Gaza no tiene contacto físico con otros palestinos de otros territorios, es casi imposible que pueda salir a estudiar fuera, no puede ir a hacer turismo más allá de su franja. Por supuesto, tampoco puede recibir visitas.

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Los gazatíes no pueden exportar sus mercancías ni hacer negocio con ellas, con las naranjas o las fresas míticas. Tampoco pueden vender el pescado de sus aguas. Eso también es parte del drama: mientras se oyen zumbar los drones israelíes cada día, en cada rincón del cielo, en el mar también hay vigilancia de la Armada de Israel y hay un límite fijado de seis millas náuticas más allá del cual los pescadores no pueden faenar. Esto deja fuera el 85% de las aguas que les corresponderían según los Acuerdos de Paz de Oslo. Esas seis millas se bajan a cuatro o tres en función del momento de tensión, de lo que Israel decida. Las barcas trabajan cerca de la playa, donde hay menos volumen de pescado y menos variedad de especies.

La mitad de población local tendrá menos de 18 años en 2020. ¿Qué posibilidades de futuro les quedan a los jóvenes en esta situación? Pocas. De ahí la angustia que les hace acercarse a la valla con Israel. Tel Aviv denuncia que no es sólo eso, que Hamás utiliza a civiles para exponerlos. Es innegable que los gazaríes, a todo lo anterior, suman el yugo de los islamistas. Los votaron hace más de 10 años cansados de la corrupción y la ineficacia de la Autoridad Nacional Palestina y su partido clave, Fatah, pero pronto de dieron cuenta de que quienes antes pagaban obras de caridad e infraestructuras educativas escondían un radicalismo terrible. Hay presión de sus milicias, hay sometimiento de las mujeres, hay un menor respeto por minorías como la cristiana... Hamás se ha perpetuado, sin llegar a acuerdo alguno tangible con Fatah, y los ciudadanos lo pagan. Eso también. Todo. Pero siguen adelante. La resiliencia de los ciudadanos de Gaza es proverbial.