Cómo responder a un fascista (cuando es tu profesor)

Cómo responder a un fascista (cuando es tu profesor)

Años después de sacarme el carnet, vuelvo a dar clases de conducir y me encuentro con un señor negacionista y prácticamente franquista. No sé qué hacer.

62e3c6952400004300d583aeAntonio_Diaz via Getty Images/iStockphoto

Escribo este texto con muchas más dudas que certezas. Ni siquiera sé muy bien por qué lo hago, pero llevo dos semanas con una sensación incómoda, con un runrún que no acaba de abandonarme y que comenzó el día en el que retomé las clases de conducir. Aclaro que me saqué el carnet hace diez años, pero no he cogido el coche en todo este tiempo, y ahora me da pánico hacerlo.

El caso es que este verano me decidí, escogí la autoescuela más cerca de casa, pagué unas clases por anticipado y luego sufrí por encontrar huecos libres. El primer día iba nerviosa en el coche, se lo advertí al profesor, pero él le quitó peso, cambió de tema, y todo fue más o menos bien –quitando los cedas, el cambio de marchas y alguna cosa más–. Podría decir que incluso acabé contenta: me acordaba de dónde estaba cada pedal y no había atropellado a nadie. Y el profesor hasta me cayó bien. Estuvimos criticando el racismo en España, al contarme que él, rumano, había tenido que soportar miradas y comentarios ofensivos de españoles cuando fue a sacarse la licencia de profesor. 

Creí que me estaba tomando el pelo cuando me preguntó si había visto que a partir de ahora habría que firmar un contrato para ligar

El buen rollo acabó ahí. En la segunda clase, creí que me estaba tomando el pelo cuando me preguntó si había visto eso de que a partir de ahora había que firmar un contrato de consentimiento para ligar o acostarse con alguien. Le dije: ‘Hombre, eso es mentira, es un bulo’. Prometo que al principio pensé que no iba en serio, y más de una vez se lo pregunté. Porque exactamente a partir de ese momento se puso a soltar una perorata sin ton ni son sobre la “banda criminal” del Gobierno de Sánchez. Yo no daba crédito. 

Ni siquiera me acuerdo de cómo zanjamos la ‘conversación’ aquel día, pero sí recuerdo que también hubo comentarios contra las vacunas, las farmacéuticas y cómo la pandemia había convertido a la población en borregos que se vacunaban sin tener ni idea de las consecuencias. Hasta mencionó una cifra de personas que, según él (o sus fuentes), habían muerto por la vacuna y que los medios “trataban de ocultar”. En ese punto dejé de contestarle, hacía tiempo que estaba seria y, obviamente, tratando de hacer más caso a las señales y al tráfico que al discurso de quien llevaba al lado.

¿Qué pido, que me pongan un profesor que no sea facha y conspiranoico?

Me bajé del coche con mal cuerpo. Por la tarde se lo conté a mi novio. Él también flipó, me dijo que tenía que quejarme, que no podía aguantar eso. No supe qué decirle, pero tampoco veía muy factible lo de la reclamación. ¿Qué pido, que me pongan un profesor que no sea facha y conspiranoico? No sé. Para unas clases no merecía la pena armar revuelo, y estrictamente como enseñante no estaba mal, ya había aprendido a aparcar en línea gracias a él. (Inciso: luego me informé y resulta que es el único profesor de la autoescuela que da clases en mi barrio). 

Pero llegó otro día, y tuve que comerme un chiste ofensivo sobre “tortilleras”. Ahí le paré los pies: ‘Oye, no puedes decir eso, es ofensivo. ¿Qué pasa si te digo que soy lesbiana?’. ‘Era una broma’, me respondió. Y además, apostilló, ‘un día comentaste que tienes novio’. Estupendo, oye. Así que más caras serias y tensión por mi parte, él a su bola. 

Como soy una cobarde, dejé de relatarle a mi novio las aventuras con este señor para que no se indignara y me dijera cosas como ‘no me creo que tú, siendo como eres, no hagas nada’.

Pero llegó mi penúltima clase antes de las vacaciones, y la cosa estalló (un poco). Vaya por delante que yo no le sacaba conversación, como mucho temas banales –el calor, las vacaciones, yo qué sé–, pero a la primera de cambio él volvía erre que erre. Que si el Gobierno criminal, que si Garzón, que si los independentistas, que si Chaves y Griñán, que si Bildu, que si ETA, que si el ministro Illa (?), que si los “huevos” de Rajoy aplicando el 155 en Cataluña, que si Marine Le Pen se iba a aliar con Mélenchon frente al globalista de Macron. Argggggggg.

Yo, callada la mayor parte del tiempo, hacía intervenciones mínimas –como recordarle que ETA estaba disuelta desde hace años– o le hacía preguntas sobre el coche. En un momento dado, a cuenta de nada, se pone a citar a Gay de Liébana y a Sergio Sayas (?) y, no sé cómo, acaba farfullando que cómo es posible que Sánchez no sea capaz de gobernar con 23 ministros cuando Franco lo hizo con la mitad.

Ahí le grité de todo, me alteré, le contesté que por ahí no pasaba, que qué vergüenza, no sé ni lo que le dije, la verdad. Él seguía tan tranquilo, ‘argumentando’ que el sistema estaba tan dañado que votar ya no funcionaba, que había que acabar con todo, empezando por las autonomías. Inspira. Espira.

Me dijo que el sistema estaba tan dañado que votar ya no funcionaba, que había que acabar con todo, empezando por las autonomías

Cuando logré recomponerme un poco, pedí por favor al tipo que no volviera a sacarme esos temas, que sólo quería (re)aprender a conducir, que no me interesaba su ideología y no tenía por qué restregármela, que además me distraía. Sonriente, me dijo que esas ‘conversaciones’ en el coche eran una manera de entrenar no sé qué tipo de atención necesaria para conducir. Váyase a la mierda, señor.   

Salí del coche mal. Me acordé de Lucía Lijtmaer e Isabel Calderón cuando dicen que no por perder las formas en una discusión se pierde la razón. Me pregunté cómo y dónde se informaba este señor para soltar semejantes barbaridades –nunca le he dicho que soy periodista, porque una de sus frases fetiche es que “los medios desinforman”–. Me acordé de mi hermana, cuando me cuenta que el novio de una amiga –guardia civil– se dedica a picarla porque ella está en contra de la tenencia de armas y él a favor, así que le restriega que en su casa hay un arma reglamentaria. Yo siempre le pregunto que cómo le aguanta –“es mi mejor amiga”, justifica mi hermana–, que por qué él le saca esos temas… y para eso no tenemos respuesta. 

Me siento frustrada dejándolo correr e impotente al mismo tiempo. ¿Qué hacer en estas situaciones? ¿Cómo responder a esta gente?

Me siento frustrada dejándolo correr e impotente al mismo tiempo, como mi hermana con el novio de la amiga, pero en mi caso con respecto a un señor al que pago por un servicio que necesito. ¿Qué hacer en estas situaciones? ¿Cómo responder a esta gente? ¿Los demás alumnos piensan lo mismo? ¿Es esto lo que tiene que soportar la gente cuando cuenta que su cuñado, su primo, su padre o su jefe vota a Vox? Tengo pendiente desde hace tiempo leer a la filósofa brasileña Marcia Tiburi y su ¿Cómo conversar con un fascista?. Quizás ha llegado el momento.

Me pregunto también qué papel juega en este tipo de personas el relato catastrofista, del miedo, que se enarbola desde hace meses en España a cuenta de la guerra y la inflación, y desde hace años por parte de Vox, claro. No sé cuántas veces me ha repetido mi profesor que el otoño va a ser muy complicado, que la gente está anulando sus viajes, que toca ahorrar. Para despedirse de mí antes de las vacaciones, me dijo: ‘No gastes mucho, que ya sabes cómo viene septiembre’. Pero luego añadió un ‘es vieeernes, y el cuerpo lo saaaaabe’. Ay, qué tierno.