La epopeya de los espías españoles masacrados en Irak a los que Sabina escribió una poesía

La epopeya de los espías españoles masacrados en Irak a los que Sabina escribió una poesía

¿Quiénes eran los espías asesinados? ¿Cuáles eran sus sueños? ¿Cómo se soporta que tu Gobierno no haga caso de tus informes?

El cantante y compositor Joaquín Sabina. Miguel Tovar via Getty Images

Han pasado 17 años, los mismos que llevo obsesionado con el asesinato de ocho espías españoles en la guerra de Irak. Al fin he podido contar su historia en el libro Destrucción Masiva, nuestro hombre en Bagdad, editado por Roca Editorial. Una historia de ocho hombres con un trabajo complicado y conflictivo, con un Gobierno que no les hacía caso, pero que no pararon de luchar por sus objetivos. Narro muchas aventuras sorprendentes en este relato basado en hechos reales y os voy a desvelar algunas, como la presencia de Sabina y sus canciones.

La personalidad, ansias, sueños y vida privada de los espías aparece en las novelas del género pero pocas veces en relatos reales. Y menos en el caso de los españoles. Hace años decidí invertir mi tiempo en acercarme a los familiares y amigos de los ocho espías que en 2003 fueron asesinados en Irak tras la invasión estadounidense de marzo. 

Anteriormente, había investigado mucho sobre las mentiras que utilizaron Bush, Blair y Aznar para manipular a la opinión pública y conseguir su respaldo para la guerra. Sabía que los dos agentes destinados en Bagdad desde el año 2000, Alberto Martínez y José Antonio Bernal, habían informado de que Sadam no tenía armas de destrucción masiva, ni había ayudado a Bin Laden en los ataques a las Torres Gemelas.

También había descubierto que los dos agentes disponían de muy buenas fuentes, que las habían convencido de que España los apoyaba, una estratagema habitual en el espionaje. Tras la invasión estadounidense, lo normal habría sido que los jefes del CNI no los hubieran enviado de regreso a Irak, pues estaban señalados por la temible Mujabarat y sus cuellos corrían peligro. Pero la dirección de “La Casa” optó por apostar por su experiencia arriesgando lo que hiciera falta. Un gravísimo error.

  Ignacio Zanón y José Antonio Bernal. 

Disponía de datos sobre el grupo de espías que mandó el Gobierno de Aznar durante el verano para reforzar la protección de los 1.300 soldados destinados a Irak. Baró y Vega eran unos auténticos James Bond, militares con experiencia capacitados para controlar a los terroristas de Al Qaeda o a cualquier insurgente que supusiera una amenaza. Zanón, el experto en comunicaciones, poco habituado a estar en zonas de conflicto, demostró su valentía y gran corazón cuando se negó a abandonar a un compañero moribundo a sabiendas que le costaría la vida.

Y había estudiado mil veces, a pesar de lo cual seguía con dudas, la trampa que un grupo de insurgentes les tendió en noviembre y costó la vida a siete de ellos. El octavo muerto fue Bernal, un mes antes, asesinado en la puerta de su casa.

La personalidad, ansias, sueños y vida privada de los espías aparece en las novelas del género pero pocas veces en relatos reales. Y menos en el caso de los españoles.

Pero si le había dado vueltas a muchos aspectos de la historia, notaba que me faltaba algo. ¿Quiénes eran los espías asesinados? ¿Cuáles eran sus sueños? ¿Qué se siente cuando no puedes estar en el parto de tu hijo por la necesidad de cumplir tu misión en Irak? ¿Cómo se soporta que tu Gobierno no haga caso de tus informes? ¿Cómo vive tu mujer cuando sabe que cada día pueden matarte? ¿Cómo reacciona una novia, que espera casarse contigo al final de la misión, cuando le notifican que la persona más importante de su vida ha sido asesinado? Encontré respuestas, con frecuencia demasiado dolorosas, que sumadas a los hechos que había investigado me permitieron confeccionar este true crime.

Entre las sorpresas que me llevé investigando los comportamientos de los agentes, hay una especialmente curiosa. Carlos Baró, militar de unidades especiales, apasionado de La Legión, sobrino de un militar asesinado por ETA y de un jesuita asesinado en El Salvador, era fan de Joaquín Sabina. Cuando se desplazaba en coche por Irak persiguiendo sospechosos… escuchaba canciones de Sabina. Cuando esperaba pacientemente la salida de un miembro de Al Qaeda de una casa… escuchaba a Sabina.

Meses después de su muerte llegó a los oídos del músico. Se interesó por su historia y conmovido le escribió una poesía que incluyó en su libro A vuelta de correo. La tituló con el alias operativo de Baró en el servicio secreto:

BARACOA

Tuve un hermano secreto en Irak,

el más audaz, el más noble, el más fuerte.

Cuando la suerte le dijo tic tac,

corte de mangas le hizo a la muerte.

Besaba a jeques, comía cuscús,

cada mañana era una despedida,

sabía cosas que ignoraba Bush,

le hicieron una chilaba a medida.

Y cómo lo describía,

como Borges, como Pablo,

como Pessoa.

Ni Dios lo mejoraría.

Pongamos, Carlos, que hablo

de Baracoa.

Me lo imagino con tan corta edad,

Lawrence de España versus Saladino,

llevando al huerto al ladrón de Bagdad,

comprando alfombras, retando al destino.

Era mi socio aunque nunca lo vi.

Quiso vivir sin pasar a la historia,

murió por nadie, por todos, por mí.

Harto consuelo dejó su memoria.

Y cómo me defendía,

como Adán contra el diablo,

en una canoa.

Ni Dios lo mejoraría.

Pongamos, Carlitos, que hablo

de Baracoa.

Sobre las guerras del Golfo canté

con el ardor de la sangre encrespada,

con la coartada de la poca fe,

contra el horror de una muerte anunciada

Esta oración de naranjito en flor

que me mató tan póstumo y tan tarde,

desde el diario de un gran corazón

del corazón de un cantautor cobarde.

Y todo lo deglutía,

cocinando en un establo

sin barbacoa.

Ni Dios lo mejoraría.

Pongamos, Carlitos, que hablo

de Baracoa.