Seducción autoritaria

Seducción autoritaria

Durante las dos primeras décadas de este siglo, fuimos testigos no solo del ascenso de los gobiernos llamados progresistas, sino de un nuevo tipo de autoritarismo.

Richard Barnett sosteniendo un Smartphone en el escritorio de la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi.SAUL LOEB via Getty Images

La democracia más antigua del mundo fue sorprendida por un grupo de fanáticos movilizados por su tuitero en jefe. O por el demagogo digital que gobernó EEUU a punta de tuits durante cuatro años. Trump, quien utilizó Twitter no solo como su campo de batalla preferido, sino como el canal más rápido para interactuar con sus seguidores, fue parte de la toma del Capitolio que ha sido calificada como “una vergüenza mundial” e incluso como “un intento de autogolpe” por Levitsky, politólogo y profesor de Harvard.

Durante el asalto, una de las imágenes que dieron vuelta al mundo podría considerarse como el signo de los tiempos y la característica de este tipo de sujetos que llegan democráticamente al poder y terminan debilitando, en algunos casos más que en otros, gravemente la institucionalidad democrática.

En la foto se puede ver a Richard Barnett sosteniendo un Smartphone. Completamente relajado, con una enorme sonrisa y con uno de sus pies sobre el escritorio de la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi. Todo esto mientras la bandera de EEUU yace sobre uno de los estantes. Simbólicamente la fotografía es poderosa porque ilustra de forma rotunda algo que politólogos y filósofos vienen advirtiendo con énfasis desde principios de este siglo. El ascenso de un nuevo tipo de autoritarismo y de otro tipo de herramientas que pueden convertirse en armas de destrucción o fortalecimiento de la democracia. Un Smartphone, dependiendo quien, y cómo lo use, puede transformarse en instrumento para afianzarla o en un arma para la subversión y el caos. Tal como lo vivieron los estadounidenses y algo parecido a lo que vivimos en Latinoamérica hace no muchos años. 

Presidentes electos democráticamente debilitaron de forma sistemática y paulatina la institucionalidad democrática de nuestros países

Durante las dos primeras décadas de este siglo, fuimos testigos no solo del ascenso de los gobiernos llamados progresistas, sino que también experimentamos un nuevo tipo de autoritarismo. Presidentes electos democráticamente debilitaron de forma sistemática y paulatina la institucionalidad democrática de nuestros países. No fueron necesarios tanques ni balas para colonizar uno tras otro los poderes del estado, sino que se aprovecharon de los mismos mecanismos democráticos para minarlos y legitimar sus acciones autoritarias al mismo tiempo. Suena contradictorio, pero sucedió.  

Por ejemplo, Rafael Correa en uno de sus Enlaces Ciudadanos, una forma de propaganda a la que consideró su informe de actividades semanal, dijo: “Escúcheme bien, el Presidente de la República no solo es jefe del Poder Ejecutivo, es jefe de todo el Estado ecuatoriano, y el Estado ecuatoriano es Poder Ejecutivo, Poder Legislativo, Poder Judicial, Poder Electoral, Poder de Transparencia y Control Social, superintendencias, Procuraduría, Contraloría…” 

El estado ecuatoriano, para Correa, poco se diferenció de una hacienda en donde, por supuesto, él ejerció las funciones de capataz en jefe. Y cumplió con creces lo prometido, no solo porque “metió la mano en la justicia”, sino porque debilitó las instituciones que sostienen la estructura democrática de un país y esto puede, sin duda, considerarse como una característica de los gobiernos progresistas que surgieron durante la llamada “marea rosa”. 

El asalto a la democracia ya no ocurre por una estampida militar, sino por ciudadanos elegidos democráticamente que están decididos a triturar las mismas instituciones democráticas que los llevan al poder, permanecer allí el mayor tiempo posible e imponer su visión de las cosas e incluso de la realidad por cualquier medio, forma y red posible.

Levitsky y Ziblatt se preguntaban en “Cómo mueren las democracias”, si la democracia estadounidense estaba en peligro. La respuesta es sí. Pero no solo ella, cualquier país que lleve una vida democrática saludable correr el riesgo de ser desmantelada. Para evitar que eso ocurra, por lo menos hay que hacer añicos el “silencio malhumorado” y alertar a las nuevas generaciones sobre el peligro que significa truncar el camino de la democracia por cualquier forma de autoritarismo.