Solo aguanta, Mariano

Solo aguanta, Mariano

Parecía que, a principios de octubre, Rajoy se confirmaba por fin como el tipo más exitoso de la historia política reciente. El que se sentaba a mirar cómo ardía Roma para quedarse con las cenizas. Sabía que la Roma que ardía era, también, la misma que él había contribuido a crear; pero que los mismos que la incendiaron perecieron devorados por sus llamas. Él no.

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Foto: EFE

2016 fue un año extraño. La legislatura que acababa en 2015, la de la mayoría absoluta de Rajoy, dejaba como legado un Parlamento fragmentado y dos partidos emergentes que irrumpían con una fuerza nunca vista antes. Podemos, Ciudadanos; morados y naranjas. Ambos llegaban como respuesta a la demanda social de una nueva política que terminara con los vicios de los dos grandes partidos que habían regido España durante tantos años. La credibilidad de la política española estaba por los suelos y las elecciones de diciembre de 2015 tuvieron que ser repetidas en junio de 2016. Nadie lo hubiera dicho entonces, y mucho menos en 2015, pero a principios de octubre de 2016 todo apuntaba a que Mariano Rajoy repetiría Presidencia con el apoyo de Ciudadanos y la abstención del PSOE. Es decir, todo para eso.

La ola de ilusión que había generado la autoproclamada nueva política era proporcional a la ventana de oportunidad reformista que abría, aunque no todo el mundo lo veía igual de claro. Todo esto, para algunos, era simplemente un gran lío y él lo sabía bien. "Solo aguanta, Mariano", era lo que se repetía cada día el presidente frente al espejo. Le había servido toda su vida. Su larga trayectoria política se resumía básicamente en estar mientras los demás caían. Estuvo cuando Aznar le designó candidato a sucederle, aunque nunca pudo ganar a Zapatero. Pero estuvo cuando Zapatero terminó por rendirse abrasado y cedió el marrón a Alfredo Pérez Rubalcaba. Su mérito era, sobre todo, el demérito de los demás. Estuvo mientras el resto de los de su generación se iba quemando en complejas tramas de corrupción, estuvo cuando la nueva política terminó por hacerse vieja, y estuvo cuando el PSOE, su némesis, decidió suicidarse en aquel sábado maldito de los cuchillos largos en Ferraz. Mariano miraba tranquilo, sin hacer mucho y dejando que los demás se fueran desgastando. Como había hecho siempre. Seguro de sus formas y de su electorado, Mariano Rajoy demostró llevar dentro esa condición de gran estratega que todos los demás le negaban.

Parecía que, a principios de octubre, Rajoy se confirmaba por fin como el tipo más exitoso de la historia política reciente. El que se sentaba a mirar cómo ardía Roma para quedarse con las cenizas. Sabía que la Roma que ardía era, también, la misma que él había contribuido a crear; pero que los mismos que la incendiaron perecieron devorados por sus llamas. Él no. Su gran víctima, el histórico Partido Socialista, seguía intentando fuerte cavar más hondo, buscar un suelo todavía más profundo. Lo estaba consiguiendo con éxito. Pudo haber planteado un no condicional a Mariano, dependiente de un cambio de candidato o de la adopción de medidas contenidas en su programa; pero prefirió encontrar la peor de todas las salidas, la de la división y las navajas. Qué principiantes. Eso no le pasaba -por aquel entonces- a Mariano, el hombre templado que se erigía como ganador indiscutible del terremoto que dejaba por legado.