El 23-F: cuarenta años de democracia y algunos secretos

El 23-F: cuarenta años de democracia y algunos secretos

Entonces nos dimos cuenta de lo que era la política en democracia: un compromiso lleno de obstáculos que siempre es reversible.

Manifestación contra el intento de golpe de Estado del 23-F.Sigfrid Casals

Han pasado 40 años desde una fecha que, junto a la matanza de Atocha, supuso el intento más serio de acabar con la entonces recién estrenada democracia y que, con su fracaso, significó sin embargo un impulso decisivo para su consolidación. Paradójicamente, la matanza de Atocha garantizó la Transición y el fracaso del golpe del 23-F consolidó la democracia y facilitó el cambio político hacia la izquierda.

El fracaso del golpe del 23-F consolidó la democracia y facilitó el cambio político hacia la izquierda

Ese resultado fue producto principalmente de el compromiso irreversible del Partido Comunista de España (PCE) con la democracia como único sistema viable para la convivencia política, aún con todas sus imperfecciones. La actitud de los comunistas ante ambos embates a la democracia no solo fue una respuesta de contención emocional, significaba la expresión simbólica de una mutación en el seno de la parte más importante de la izquierda transformadora.

El juicio militar a los implicados en el golpe se quedó en la superficie y no pudo o más bien no quiso investigar a fondo la información existente y con ello sancionar a todos los responsables, incluida la influyente trama civil. Una jurisdicción militar que era entonces una pesada herencia y que hoy es un anacronismo.

De hecho, todavía hoy desconocemos el contenido y el lugar en que se encuentran las grabaciones realizadas aquel día de las llamadas telefónicas entre el Congreso, el Gobierno y la Zarzuela. No son públicas las entrevistas realizadas a los miembros del servicio de inteligencia que estaban operativos en aquella fecha, como tampoco los borradores, los informes y los decretos redactados por el CESID para ser promulgados una vez que el general Armada fuera investido “constitucionalmente” como presidente del Gobierno.

Todo ello por las hipotecas del proceso de Transición y por la falta de voluntad de los sucesivos Gobiernos a izquierda y derecha, primero para derogar la ley de secretos oficiales del franquismo y luego para desclasificar todos los documentos del golpe frustrado al cabo de 40 años. Otros países de nuestro entorno democrático establecen su publicación automática a partir de los 25 años de ocurridos los hechos.

No hubo una apuesta de fondo de la izquierda mayoritaria para avanzar a partir de la realidad de la Transición y por eso las instituciones alcanzarían tal grado de deterioro en las décadas siguientes. Es por eso también que la principal pieza institucional y simbólica de la Transición ha sido la que más ha padecido esta falta de compromiso e impunidad y, por tanto, la que hoy genera más dudas sobre su utilidad histórica.

Hoy ya sabemos que además de los personajes de Tejero, Milans y Armada, “por supuesto militares”, la trama del golpe del 23-F incluía a influyentes sectores civiles, políticos y servicios de inteligencia interesados unos en acabar con la presidencia de Adolfo Suárez y otros en limitar la democracia.

Al final el golpe fue conjurado por el entonces rey Juan Carlos I, y de ahí buena parte del caudal de confianza logrado por el juancarlismo en amplios sectores del pueblo español no monárquico. Sin embargo, su actitud previa de hostilidad hacia el entonces presidente Suárez, no cabe duda que dio señales, sino explícitas, algo más que contradictorias, para animar la aventura de los conjurados.

Así, tres décadas después, el Gobierno federal de Alemania desclasificará un documento de su entonces embajador en Madrid, Lothar Lahn, quien informó a su Gobierno de las palabras de “comprensión y simpatía” que, en una reunión con el monarca, Juan Carlos I dedicó a los golpistas. El embajador también apuntó entonces que el rey culpaba a Suárez de la sublevación militar por haber despreciado al Ejército.

Transcurridos 40 años, el ahora rey emérito se encuentra en Abu Dabi como consecuencia de sus supuestos negocios irregulares, gestados al calor de sus responsabilidades institucionales, así como de sus ya reconocidas irregularidades fiscales. Juan Carlos ha provocado con ello una profunda crisis de confianza en su persona así como de legitimidad en la Casa Real española, que hoy se ve obligada a hacer esfuerzos denodados para separar sus más que dudosas actividades de la figura del nuevo rey Felipe VI.

Hoy tenemos, por primera vez en España, un Gobierno de coalición de izquierdas en minoría, que depende de los nacionalistas e independentistas para garantizar su continuidad, con una oposición sin cuartel por parte de la derecha, y por primera vez en democracia, con una extrema derecha a medio camino entre la nostalgia de la dictadura y el populismo.

Todo ello en el contexto de una pandemia letal con un enorme saldo de vidas. Una enfermedad que ha sometido a una extrema tensión a nuestra sanidad pública, la joya del estado de bienestar, ha provocado una profunda crisis económica, ha polarizado aún más el debate público y ha agravado la situación social en nuestra democracia. Una democracia como cualquiera otra en Europa y un Gobierno dividido entre el continuismo de unos y la tentación antisistema de los otros.

A los ciudadanos de mi generación, el 23-F nos marcó, como pocos acontecimientos, cuando todavía estábamos en la universidad o empezábamos con un trabajo precario. Hasta entonces pensábamos que todo era posible con la mera voluntad de cambio, aunque previamente ya había venido a visitarnos la frustración de la esperanza en una vía democrática al socialismo con el golpe sangriento en Chile.

Desde entonces, ya no fuimos los mismos, nos dimos cuenta de las rémoras que amenazaban a la democracia

Desde entonces, ya no fuimos los mismos, nos dimos cuenta de las rémoras que amenazaban a la democracia, y, por tanto, de la necesidad de comprometerse en política para defenderla y de que solo sería posible avanzar con acuerdos mediocres e insatisfactorios. Nos dimos cuenta de lo que era la política en democracia: un compromiso lleno de obstáculos que siempre es reversible. En palabras de Albert Camus, “la mejora obstinada, caótica, pero incansable de la condición humana”.

Algunos proveníamos de familias numerosas de clase media discutidoras y ruidosas, liberales más que demócratas. Muchos de nuestros amigos también eran de derechas y nuestro entorno cercano aún más.

La mayoría de entre nosotros nos hicimos de izquierdas, unos por haber estudiado en la enseñanza pública o por referencia a las luchas de los trabajadores asturianos, y muchos por nuestras, a veces mal digeridas, lecturas marxistas.

Pronto nos dimos cuenta de que éramos comunistas antes de saberlo

Aunque pronto nos dimos cuenta de que éramos comunistas antes de saberlo, unos en el instituto con la liga de los anti Formación del Espíritu Nacional y antiuniforme. O luego con los intercambios en los Estados Unidos, en pleno impeachment de Nixon y con la larga agonía de Franco.

Nuestras familias americanas creían que el dictador era comunista porque nosotros echábamos pestes cuando lo veíamos en los informativos. ¡Ingenuos de ellos que no podían imaginarse que los proto comunistas estaban entre los que llamaban sus nuevos hijos españoles! Y más tarde en una revista universitaria de debate sobre la relación entre sanidad y sociedad por la que nuestros compañeros nos tildaban de comunistas, cuando ni siquiera estábamos afiliados.

El intento de golpe del 23-F lo conocimos con tensión en las escaleras de la Facultad de Medicina. Luego seguimos atentamente los acontecimientos de los tanques en Valencia y, finalmente, el discurso del rey que lo daba todo por resuelto.

Más tarde supimos que en ese momento aún era demasiado pronto para cantar victoria. También supimos que hubo listas negras y que en alguna debimos de estar, porque luego pasaron los respectivos informes a nuestros cuarteles años después, cuando hacíamos el servicio militar. Por algo era la preocupación de nuestros padres, que entonces guardaron nuestros libros, sobre todo los rojos, fuera de la vista de cualquiera que se le pudiese ocurrir entra en nuestra casa.

Una de nuestras últimas muestras de rebeldía e independencia fue manifestarnos contra el golpe

Una de nuestras últimas muestras de rebeldía e independencia fue manifestarnos contra el golpe, a pesar de que nos habían dicho que había que evitar caer en provocaciones y debíamos esperar a la concentración unitaria cuando todo estuviese resuelto.

Después de aquello nada fue igual, como ahora al cabo de 40 años con esta pandemia. Entonces nos dimos cuenta de que el peligro de vuelta atrás no era una leyenda de nuestros mayores, ni de los políticos de la Transición y que, por tanto, había que comprometerse en política para contribuir a evitarlo. Lo hicimos e ingresamos en el PCE en Asturias para tropezar a continuación con nuestra primera derrota política sin paliativos.

Luego hemos ido sabiendo de la trastienda del golpe o de los tres golpes simultáneos. Pero faltan todavía muchas cosas por conocer que dependen de la derogación de la ley de secretos oficiales y de la desclasificación de los documentos de entonces.

Faltan todavía muchas cosas por conocer que dependen de la derogación de la ley de secretos oficiales

El rey Felipe VI presidirá este martes el acto del Congreso de los Diputados para conmemorar el cuadragésimo aniversario del fracaso de la intentona golpista del 23 de febrero de 1981 y con ello celebrar la vigencia de la Constitución. Volverán las imágenes de las marcas de las balas en el techo del Congreso y se nombrará a quienes permanecieron erguidos y se organizaron frente al miedo. Algo que a las nuevas generaciones ya no les parecerán tan antiguo o tan extraño, debido a otras imágenes, éstas más recientes, en el Capitolio.

Será el momento de recordar que el fracasado golpe del 23F fue algo muy serio y contó con complicidades dentro y fuera de las instituciones y de España. Por eso, su presentación por parte de algunos sectores como una farsa no es solo frívola sino peligrosa.

La democracia es más frágil sin memoria. Por eso bien haría el Gobierno y las instituciones democráticas, además de homenajear a los que lo frustraron y reivindicar nuestra democracia, en responder a las viejas preguntas que están aún pendientes. Hacerlo para fortalecer la democracia y no para obtener más munición contra aquellos a los que se denomina enemigos.

Todo ello implicaría volver al espíritu que nuestra izquierda demostró en la manifestación de los abogados laboralistas de Atocha y en los días posteriores al golpe de estado del 23F. Volver a pensar democráticamente algo que está muy alejado de buscar a toda costa el triunfo de la mera voluntad mayoritaria de poder.

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Médico de formación, fue Coordinador General de Izquierda Unida hasta 2008, diputado por Asturias y Madrid en las Cortes Generales de 2000 a 2015.