Naftali Bennett, el nacionalista religioso a la derecha de Netanyahu que puede mandar en Israel

Naftali Bennett, el nacionalista religioso a la derecha de Netanyahu que puede mandar en Israel

El líder de Yamina, antiguo asesor de Bibi y exlíder de los colonos en la Palestina ocupada, sería el primer ministro si fructifica la alianza antiLikud.

Naftali Bennett, el pasado 30 de mayo, durante una intervención en el Parlamento de Israel. Yonatan Sindel via AP

Se llama Naftali Bennett y, desde mañana, podría ser el nuevo primer ministro de Israel, si fructifica el acuerdo a siete bandas entre formaciones de todo tipo y condición que tienen una única prioridad de Gobierno: acabar con Benjamin Netanyahu. Sólo logró siete escaños en los comicios del pasado marzo, pero ese puñado de diputados lo hace imprescindible, la llave, el hacedor de reyes, y por eso ha impuesto que, si la suma sale, el cargo lo ostente él, en detrimento del grupo mayoritario, el de Yesh Atid (17 escaños) y su líder, Yair Lapid.

Si sale adelante este Ejecutivo multicolor, que necesitaría además del apoyo, aunque fuera externo, de dos formaciones árabes, Bennett mandará con las manos relativamente atadas, por la complejidad de hacer cosas que cuadren a todos, pero seguro que tratará de imponer su filosofía, la de un nacionalista religioso, orgulloso de estar “mucho más a la derecha que Netanyahu” y que niega que los palestinos tengan derecho a un estado. “Esta es nuestra casa” o “léete la biblia” son algunas de las frases con las que justifica su postura.

Nacido en Haifa en 1972, hijo de judíos laicos norteamericanos que migraron a Israel tras la Guerra de los Seis Días, Bennett es un soldado de élite metido a emprendedor tecnológico, un perfil archirepetido en las dos últimas décadas en su país pero que, en su caso, lo llevó a ser millonario de verdad con apenas 35 años. Durante seis años, vistió el uniforme en unidades duras (Sayeret Matkal y Maglan), en las que llegó a comandante. Luego, llegó a ser mayor, como reservista. Era oficial cuando su gente atacó una aldea libanesa, matando a cien civiles y arrasando un cuartel de Naciones Unidas.

Colgó el uniforme, regresó a EEUU para estudiar Derecho y volvió en un momento en el que Israel había enloquecido con el modelo de star-up nation, y a eso se puso. Creó una de ciberseguridad, Cyotta, que acabó vendiendo por casi 122 millones de euros en 2005. Le gusta repetir que podía haberse dedicado desde entonces a beber cócteles en el Caribe, pero un año después vino la última guerra con Líbano, se implicó como reservista, perdió a su mejor amigo y decidió meterse en política con los halcones de mano dura, el Likud de Netanyahu. Listo, trepador, se convirtió en asesor del primer ministro a las primeras de cambio.

Pero Bennett no agacha la cabeza ante el jefe. Quería un giro más a la derecha, se peleó con Netanyahu por su congelación -más de palabra que en la práctica- de asentamientos ilegales en Palestina para que avanzase el proceso de paz, y dejó el gabinete. No se fue a cualquier lado, sino a dirigir el llamado Consejo de la Yesha, el principal órgano de defensa de los colonos, unos 600.000 entre Cisjordania y el este de Jerusalén según la ONU.

Sus intervenciones como portavoz de los que viven en tierra ocupada dan para varias tesis sobre el pueblo judío como elegido, la carta de propiedad de la tierra basada en las sagradas escrituras o la deshumanización del adversario. Yo ya he matado a muchos árabes en mi vida y no hay absolutamente ningún problema”, decía y dice, al equiparar a todos los palestinos con terroristas.

Bennett estaba en los medios cada día, pero quería estar decidiendo en política, por eso en 2012 se hizo líder de Hogar Judío, un partido de ampolia base colona, y tras varias transformaciones, crisis y adhesiones, hoy manda en Yamina. Ha cosechado entre 12 y siete escaños en las elecciones cuando se ha presentado, con una trayectoria guadiana, con altibajos, en los que ha sido aliado de Netanyahu -con la nariz tapada, porque lo desprecia- y hasta ministro de Economía, Servicios Religiosos, Diáspora, Educación y Defensa, pero ahora la coyuntura le pone la sartén por el mango. Y hay quien no lo ve con malos hojos, porque algunos puntos ganó, en su última cartera, movilizando al Ejército contra el coronavirus.

Su pensamiento

Bennett es un religioso ortodoxo y esa visión lo impregna todo. El derecho de Israel a existir como estado judío, sin concesiones a los palestinos, favorable a expandir las colonias y anexionarse territorios, al confesionalismo en las escuelas, y al modelo de familia tradicional en el judaísmo... Económicamente, no hay dudas, es ultraliberal. Ahora llama “amigo” a Lapid, quien le tomará el relevo como primer ministro en dos años si cuaja el acuerdo y no hay tránsfugas que lo alteren, pero la distancia respecto del centrista, defensor de la solución de dos estados, es abismal.

Es un aspirante a mandatario que dice cosas como: “el conflicto con los palestinos es como un disparo de obús en el trasero, hay que soportarlo”, o “no hay ocupación, porque nunca existió un Estado palestino”, olvidando las resoluciones de Naciones Unidas y el actual reconocimiento de su soberanía. “Haré todo lo que esté en mi poder para que nunca tengan su propio Estado”, repite, o “se convertirá a largo plazo en otro Estado terrorista como Gaza”.

“Hay algunas cosas que la mayoría de nosotros sabemos que nunca pasarán: no habrá una nueva temporada de Los Soprano… y nunca habrá un plan de paz con los palestinos”, decía Naftali Bennett en un anuncio de campaña para las elecciones de 2013, publicó The New Yorker.

Se niega a un reparto de tierras, ni siquiera residual. “La tierra es nuestra. Haré todo lo que pueda para luchar contra la creación de un Estado palestino en la tierra de Israel”, señala. Y aboga por la pena de muerte para los procesados por terrorismo: “Hay que matarles, no liberarles”.

En su alternancia con Lapid -si llega a darse, que con Netanyahu nunca nada es seguro-, quien no ocupe en ese momento el cargo de primer ministro será titular de Exteriores. La diplomacia, como se ve, no es el fuerte de este político sin pelos en la lengua, de formas toscas y presencia intimidante.