Cuidadora de ancianos
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Cuidadora de ancianos

La televisión, ahora en combate cuerpo a cuerpo con internet, ha variado. Se ha hecho más compleja e intenta adaptarse a los gustos de sus diversas audiencias. Ya no se trata de cuidar niños y bebés, pues cada vez hay menos en nuestro país, sino de cuidar ancianos, que cada vez hay más.

La televisión se ha convertido en la principal cuidadora emocional de ancianos. Tal vez la expresión inglesa más correcta es la de elderly carer, literalmente cuidador de ancianos; pero he querido subrayar la comparación con la función que se le atribuía a este medio de comunicación en los años setenta y ochenta y denominarla: elderly sitter. Es importante señalar este cambio en el tiempo. Hace unos años, la televisión era empleada como baby-sitter. Unos treinta años después, como cuidadora de ancianos. Cunde así la sospecha sobre toda una generación -la que tuvo niños en casa hace treinta años y la que tiene personas mayores bajo su responsabilidad en la actualidad- de que ha explotado perversamente la televisión. Digo lo de perversa porque se adjudican funciones al medio de comunicación que, al menos en principio, no parecía tener. Dicho con precisión más castiza, se delegan en ella labores para las que a lo peor no está preparada, puesto que no se había diseñado para ello. Bueno, eso hasta que llegaron taimados programadores azuzados por anunciantes.

En aquellos años, la televisión fue la gran ayuda de familias jóvenes que, ya sea por voluntad o por obligación, pago de la hipoteca mediante, se veían con niños muy pequeños y empleos de los progenitores. Las guarderías y las escuelas ayudaron mucho, convirtiéndose en aparcamientos pedagógicos, e incluso las abuelas; pero siempre había un período del día que no se sabía qué hacer con los niños. En buena parte, era el resultado de la articulación de unas notables expectativas de movilidad social, de configurar un estilo de vida ascendente, y el derecho de las mujeres a configurar una trayectoria vital sin dependencias. Algo que se pagó con dobles jornadas agotadoras, dada la escasa aportación a las tareas domésticas de sus compañeros. Cuando los niños eran pequeños, no había apenas tiempo para compartir con ellos. Pero ahí estaba la televisión.

Este modelo de convivencia -padres ocupados/niños pequeños/televisión- despertó algunas alarmas. Hay que recordar cómo, en el campo académico, se abrió una específica corriente de investigación bajo el auspicio de esta alarma, la dedicada a los estudios sobre los efectos de la televisión sobre la población infantil. Se acusó a la televisión de alumbrar generaciones violentas, maleducadas, deformadas, aculturizadas, acríticas, etcétera. Un desastre. Las instituciones, incluyendo las televisiones públicas, diseñaron campañas para educar sobre el uso "adecuado" de la televisión. Sin embargo, lo que mostraban los estudios de audiencia es un extensivo consumo del medio por parte de los menores, en horas intempestivas y de programas muy lejos de lo que podría entenderse como mensajes indicados para ciertas edades.

Como apuntó Umberto Eco hace mucho tiempo: la primera generación que había crecido tutelada por la televisión se ponía bajo sospecha. En los casos norteamericano y europeo-occidental, en los que tal modelo de convivencia nos precedió en más de un lustro, esa primera generación televisiva fue la que, en buena parte, protagonizó los movimientos de mayo del 68. Si no fuera por la cantidad de arrugas, calvicies e indumentarias de estilo ibicenco que se ven en sus seguidores más manifiestos, podría proyectarse que nuestro mayismo sería una consecuencia no querida de las labores de nuestra televisión como baby-sitter. Cuestión que nos llevaría a preguntarnos qué había detrás de programas como La bola de cristal o las primeras sesiones de Los Simpson. Pero no, hay que buscar explicaciones en otro sitio. No creo en la línea de los efectos de la televisión. Mucho menos en su capacidad para generar ciudadanos sumisos o críticos. Prefiero echar mano de la historia y los procesos sociales.

Pero la televisión, ahora en combate cuerpo a cuerpo con internet, ha variado. Se ha hecho más compleja e intenta adaptarse a los gustos de sus diversas audiencias, en un proceso de segmentación del mercado donde parecen convivir varios medios distintos -muy distintos tipos de televisión- y muy distintos usos de la televisión. Un marco en el que, sin embargo, ha recuperado funciones en el entorno familiar. Ahora ya no se trata de cuidar niños y bebés, pues cada vez hay menos en nuestro país, sino de cuidar ancianos, de lo que cada vez hay más.

Hace tiempo que las televisiones generalistas y gratuitas son conscientes del cambio demográfico en nuestro país y de que la población de más edad constituye una bolsa creciente. Una población que ya no tomó el tren de internet y cuya relación técnica con el medio se limita a encenderla (on/off), graduar el volumen y cambiar de canal. Es decir, lo mismo que sabían hacer los pequeños de hace treinta años. Nada de búsquedas que les son muy lejanas. Pues bien, a esta población parece dedicada la mayor parte de la programación de estas cadenas.

La función de esta televisión es la misma que tenía la cuidadora de niños: mantener entretenido y alejado del acelerado flujo de la vida cotidiana a un parte de la población, de manera que no moleste. Dejados solos y sin atención. Con el agravante, si es que cabe llamarlo así, de que suponemos su autonomía, lo que se traduce en horas y horas de consumo televisivo, de seguimiento del mismo programa-río -género adaptado a esta audiencia con extensa cantidad de tiempo disponible- desde la mañana a la noche.

Así, es incomparable la gran cantidad de tiempo que permanecen en contacto con esos personajes y la que llevan a cabo con sus familiares y allegados. Realmente los allegados son esos que aparecen en la pantalla. Sus objetos vitales: pastillas, bastones, andadores y, sobre todo, la televisión.

Aparcados horas y horas ante el receptor televisivo, es significativo que apenas se cuestionen ahora los efectos del medio sobre esta población. Tal vez derivado del valor social que se daba a una población (niños) y el que se da a otra (ancianos). Aquí el caso español se diferencia del presentado por otros países desarrollados, donde las personas ancianas varían sus actividades.