Compra 50 coches de los años 50 y los deja abandonados en un bosque: debaten si es un visionario o un "loco a atar"
Según explicó el propio Fröhlich al periódico suizo Blikk, su intención era transmitir un mensaje sobre la inevitable superioridad de la naturaleza frente a la creación humana.
En un bosque privado de Mettmann, una pequeña localidad situada cerca de Düsseldorf, en Alemania, se esconde una de las colecciones más insólitas del mundo automovilístico. Allí, bajo los árboles y cubiertos por una espesa capa de musgo y óxido, descansan 50 coches clásicos fabricados en 1950. No se trata de un abandono fortuito ni de un depósito ilegal, sino de una instalación artística creada por el coleccionista y empresario alemán Michael Fröhlich.
La colección fue concebida a comienzos del año 2000, cuando Fröhlich decidió celebrar su 50.º cumpleaños de una manera muy particular. Para marcar ese hito, compró 50 coches, todos producidos en el mismo año de su nacimiento: 1950. Entre ellos había modelos emblemáticos de Mercedes-Benz, Jaguar, Alfa Romeo, Ford, Opel, Citroën y Volkswagen, entre otros.
Sin embargo, en lugar de exhibirlos en un museo o en una colección privada, Fröhlich optó por llevarlos a su bosque en Mettmann y estacionarlos allí, a la intemperie, dejando que el clima y la vegetación actuaran libremente sobre ellos. Su propósito no era el descuido, sino un gesto artístico. Bautizó la instalación como “Auto Escultura” (Auto Skulpturenpark en alemán) y la presentó brevemente a la prensa antes de cerrarla al público general.
Según explicó el propio Fröhlich al periódico suizo Blikk, su intención era transmitir un mensaje sobre la inevitable superioridad de la naturaleza frente a la creación humana. “La Madre Naturaleza es el mayor ecualizador”, afirmó el artista. “A medida que las máquinas se degradan, la vida vuelve a surgir. Nada hecho por el hombre perdura para siempre”.
Las fotografías de los coches, devorados lentamente por el óxido, con capós cubiertos de musgo y parabrisas rotos invadidos por ramas y hojas, circularon rápidamente por internet y despertaron tanto fascinación como controversia. Algunos vieron en la obra una poderosa metáfora sobre el tiempo, la decadencia y la fugacidad de los logros humanos; otros, en cambio, la calificaron de “capricho excéntrico” y de un “sacrificio innecesario” de piezas históricas del automovilismo.
Fröhlich no se limitó a colocar los coches al azar. Cada vehículo fue ubicado con un sentido simbólico dentro del paisaje. Además, añadió elementos que refuerzan el mensaje de su obra, como un fragmento original del Muro de Berlín, que sirve como recordatorio de los ciclos de creación y destrucción que marcan la historia humana.
Hoy, más de dos décadas después de su inauguración, los coches apenas conservan su forma original. De la pintura brillante y los cromados relucientes solo quedan rastros. La naturaleza ha reclamado su espacio: raíces que atraviesan las carrocerías, líquenes que cubren los asientos y árboles que crecen entre los chasis.
Su obra sigue dividiendo opiniones. Para algunos, Fröhlich es un visionario; para otros, un romántico obsesionado con la decadencia. Pero, sea cual sea la interpretación, su bosque de coches oxidados permanece como un recordatorio tangible de que incluso las tecnologías más perfectas terminan cediendo ante la naturaleza.