Diga qué edad tiene y le diré si trasnocha o madruga

Diga qué edad tiene y le diré si trasnocha o madruga

Quien tenga un hijo adolescente, seguramente estará de acuerdo conmigo en que no hay forma de que se acueste… O peor, de que se levante por las mañanas.

DormirLuisella Planeta Leoni/Pixabay

Por María de los Ángeles Rol de Lama, codirectora del Laboratorio de Cronobiología de la Universidad de Murcia, y Juan Antonio Madrid Pérez, catedrático, Laboratorio de Cronobiología, de la Universidad de Murcia 

Quien tenga un hijo adolescente, seguramente estará de acuerdo conmigo en que no hay forma de que se acueste… O peor, de que se levante por las mañanas. El abuelo, sin embargo, suele irse a la cama muy pronto y se le oye deambular por la casa desde bien temprano, además de quedarse dormido en el sillón varias veces a lo largo del día. Se debe a que nuestro reloj biológico marca una hora distinta según la edad.

Este reloj circadiano, localizado en el cerebro, y en el núcleo supraquiasmático del hipotálamo para ser exactos, es el encargado de indicar el momento del día al resto del organismo. Lo hace tratando de evitar que se produzcan a la vez procesos incompatibles. Gracias a ello, las distintas variables fisiológicas, como la temperatura corporal (que tiene su mínimo durante el sueño) o la presión arterial (que también debe ser baja durante la noche), fluctúan de forma acompasada a lo largo del día para garantizar el buen funcionamiento de nuestro organismo.

El reloj, como si de un director de orquesta se tratase, va dando la entrada a los distintos instrumentos para conseguir una melodía armoniosa, y que la música de nuestro cuerpo no se convierta en ruido, lo que haría que el cuerpo enfermase.

Y si bien hoy en día, en lugar de un único reloj, es más correcto hablar de todo un sistema circadiano (que además del marcapasos principal, incluye también toda una serie de relojes en órganos, tejidos y células), lo cierto es que puede indicar un tempo diferente según nuestro cronotipo. Es decir, que el momento del día en el que una persona se siente más cómoda para afrontar ciertas actividades varía.

En general, las personas podemos ser búhos o alondras. Las alondras o cronotipos matutinos son madrugadores, se levantan con hambre y pueden entrar rápidamente en actividad, pero les cuesta mucho trasnochar. Por el contrario, los búhos tienen un carácter más vespertino, se acuestan tarde y les cuesta horrores levantarse temprano. Aunque la mayoría de la población tiene un cronotipo a medio camino entre búho y alondra.

Seguro que todos nos sentimos identificados con alguna de estas categorías. Ante la duda, existen cuestionarios específicos que permiten evaluar nuestro cronotipo. Uno de los más utilizados -y antiguos-, es el test de matutinidad-vespertinidad de Horne y Östberg. Aunque últimamente ha ganado fuerza otro conocido como Test de Munich, que se basa en la diferencia entre los hábitos de sueño durante la semana y el fin de semana.

Nuestro cronotipo tiene un componente genético, sí. Pero también depende del sexo (las mujeres tienden a ser más matutinas) y de la edad. De hecho, el cronotipo no suele ser “para toda la vida”: se suele ir modificando con el paso de los años.

Los niños y las personas mayores son generalmente matutinos. De hecho, el “avance de fase”, que es como se denomina en Cronobiología al hecho de que un ritmo se adelante, es un síntoma de envejecimiento del sistema circadiano. Por el contrario, en la adolescencia se produce específicamente un desplazamiento del reloj hacia la vespertinidad. Y eso explica por qué a medida que los niños se acercan a la pubertad su patrón de sueño se va atrasando (“retraso de fase”).

Además, el cronotipo también depende de nuestra exposición a la luz. La luz a la que nos exponemos al principio del día adelanta nuestros ritmos, mientras que al final del día los retrasa. Y aquí es dónde surge el conflicto entre los cronotipos y nuestros hábitos de vida actuales.

Volvamos al hijo adolescente. Llega el fin de semana. Lo normal es que se levante tarde, que duerma con la persiana bajada hasta mediodía, y no se exponga a la luz de la mañana (lo que contrarrestaría su tendencia a la vespertinidad). En cambio, al llegar la noche no ve la hora de apagar el móvil, la tablet o el ordenador. Todos ellos dispositivos con una pantalla retroiluminada que suele emitir en la banda azul del espectro.

El color importa en este caso. La luz azul es especialmente activa como “señal de día” para nuestro sistema circadiano, pero de noche envía un mensaje conflictivo al reloj y contribuye al retraso de fase del que hablábamos antes.

Para colmo, la propia actividad en la que está inmerso el chaval mientras está expuesto a la luz también contribuye a activarle y a posponer la hora de dormir. Y el ciclo se vuelve a repetir también el domingo.

Entonces llega el temido lunes y suena el despertador, que acorta sus horas de sueño y somete a nuestros jóvenes a lo que hoy en día se conoce como jet-lag social. Esto es, un pequeño jet-lag que se repite cada fin de semana por la tendencia de los adolescentes a la vespertinidad, fomentada por unos hábitos incorrectos de exposición a la luz, y que entran en conflicto con el horario escolar o laboral de lunes a viernes.

Pero todo pasa. La adolescencia es solo una etapa más. Nuestra tendencia al hacernos adultos y envejecer será volver a ser alondras. Y con ello toleraremos cada vez peor trasnochar y el trabajo nocturno.

La buena noticia es que podemos ayudar a nuestro reloj a ponerse en hora. Evitar el ejercicio intenso al final del día, las cenas tardías y la luz nocturna (especialmente la azul) ayudan a conciliar el sueño antes.

Tampoco viene mal favorecer el contraste entre el día y la noche, y mantener unos hábitos de vida regulares. Porque así mejoramos la salud de nuestro sistema circadiano, contribuimos a que madure antes el reloj de los bebés y retrasamos el envejecimiento del propio reloj. Es solo cuestión de poner ritmo en nuestra vida.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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