'Horror vacui'

'Horror vacui'

El 'horror vacui' de ahora no es pórtico o un retablo recargado ni un texto gongorino, es el miedo a vaciar de contenido nuestro tiempo.

Un hombre mira el móvil en un andén de metro.Ronnie Kaufman via Getty Images

Acostumbro a ir al cine solo. Veo una película y la digiero en soledad, de camino a casa. Bueno, o eso creía.

Lo cierto es que el otro día, con el frío serpenteando sibilinamente por las calles de Madrid, salí del cine y, cuando creía estar viviendo uno de los actos más íntimos que practico: deglutir una película en soledad mientras camino la ciudad, me descubrí sacando los auriculares del bolsillo y buscando con cierta ansia una canción que escuchar en el teléfono móvil. Guardé rápidamente los cascos, en un claro acto de vanidad, levanté la cabeza y me di cuenta de que la gran mayoría se ensordecía en el zumbido de unos cascos o en la verborrea de una conversación nocturna. Supongo que creemos que la vida no puede tener vacíos.

Lo cierto es que el otro día, con el frío serpenteando sibilinamente por las calles de Madrid, me di cuenta de que tenemos miedo a quedarnos a solas con nosotros mismos.

Nos hemos acostumbrado a charlar con los amigos sin dejar lugar a la reflexión, emplasteciendo rápidamente el silencio que invita a ella

Lo cierto es que, el otro día, me visitó la creencia de que tenemos miedo a bucearnos dentro. De que el horror vacui impregna cada una de las milésimas de nuestros relojes y de que estamos acostumbrados al ensordecedor ruido del neoliberalismo, de la productividad, a tener que estar para todo y todos todo el tiempo, pero no para nosotros.

Nos dan miedo las hojas en blanco, las noches a solas, hablar sin pantallas, nos genera ansiedad no poder opinar de algo de lo que muy probablemente no tengamos idea alguna. Y, cuando lo hacemos, todo tiene de fondo al ensordecedor zumbido de una sociedad echada al monte. Nos hemos acostumbrado a charlar con los amigos sin dejar lugar a la reflexión, emplasteciendo rápidamente el silencio que invita a ella; leemos un tuit y nuestros dedos no pueden evitar una respuesta, muchas veces inadecuada; esperamos al metro mirando Instagram, sin mirar a los ojos de nadie o no levantamos la vista cuando se abre la puerta de un ascensor porque estamos demasiado ocupados viendo en TikTok una receta que nunca pondremos en práctica.

El horror vacui de ahora no es pórtico o un retablo recargado ni un texto gongorino, es el miedo a vaciar de contenido nuestro tiempo porque, ese vacío nos obliga a enfrentarnos a nosotros. Tenemos pánico a practicar el más íntimo de los actos: vivirnos un rato. Esa necesidad de llenar los huecos de nuestras vidas es una forma de transitar nuestros miedos y nuestros dolores, no de enfrentarlo. Pero, también es una forma de no vivir plenamente nuestra felicidad, sino transitarla.

El horror vacui del siglo XXI se esculpe sobre la hiperconectividad de nuestro día a día y se escribe con la pluma de la infoxificación, de la que todos tomamos parte activa

Sin miradas interiores, sin reflexión, sin introspección, será difícil que podamos tener la óptica exterior adecuada; esa que nos permita construir comunidad. La ausencia de todo ello nos despoja de nuestra capacidad de crítica con lo que somos y con la vida que queremos tener. Esta es una reflexión importante que nos conecta con unas relaciones personales nutritivas y con una vida que se alineé lo más posible con uno o una misma.

El horror vacui del siglo XXI se esculpe sobre la hiperconectividad de nuestro día a día y se escribe con la pluma de la infoxificación, de la que todos tomamos parte activa. Una velocidad exorbitada que nos priva de conocernos mejor. Una velocidad que nos hace perder la visión tridimensional de nuestras emociones, que nos hace despojarnos nuestra capacidad de empatía. Una velocidad de la que somos nuestras propias víctimas y verdugos.

Una velocidad que nos impide interpretar las partituras y los pentagramas de nuestros vacíos y de nuestros silencios que, precisamente, son los que nos ayudan a digerir los traqueteos y los viajes continuos de las emociones de la vía que es nuestra propia vida. Unos vaivenes continuos que, sin duda, elevan la velocidad de nuestros trenes que cada vez discurren a más velocidad y cada vez se detienen en menos estaciones.

Lo cierto es que el otro día, sin el frío serpenteando sibilinamente por las calles de Madrid, salí del cine, caminé por la ciudad sin auriculares y no me dio tanto miedo a encontrarme conmigo mismo.