Hollywood se ríe de su caza de brujas

Hollywood se ríe de su caza de brujas

El último intento de la industria del cine de combatir sus propios demonios es Trumbo: la lista negra de Hollywood, que ha elegido la comedia como mejor medio para hacer justicia. Aunque mantenga un mínimo de técnica en la recreación de una época, su apariencia es tramposa y desvía la atención del problema: la poca seriedad con la que se asoma a la vida de su protagonista.

RAFA GARCÍA DE LA MATA

El nuevo Hollywood intenta hacer las paces consigo mismo. La unión de su aspecto más artístico con el empresarial parecen marcar el camino, pero hace tiempo que la taquilla manda, y ese intento de redención se traduce en una cadena de montaje que bien podría fabricar coches, en lugar de hacer películas.

El último intento de combatir sus propios demonios es Trumbo: la lista negra de Hollywood, título que ha elegido la comedia como mejor medio para hacer justicia. Desde el director, Jay Roach, que firma cintas anteriores como Austin Powers o Los padres de ella, al propio actor, Bryan Cranston, cuya trayectoria profesional siempre ha ido de la mano de la comedia, la película se enmarca en una extraña combinación de drama y comedia negra que rebaja el tono de las fechorías del maccartismo.

Aunque la película se enmarque dentro del biopic y mantenga un mínimo de técnica en la recreación de una época, su apariencia es tramposa y desvía la atención del verdadero problema: la poca seriedad con la que Roach se asoma a la vida de su protagonista. El director, que es un experto en plasmar personajes cómicos en la pantalla, aprovecha los rasgos más exagerados de la personalidad del mítico guionista, para crear un personaje propio de comedias como Mejor, imposible, pasando por alto que Trumbo fue una persona real.

Al igual que pasaba en la película protagonizada por Jack Nicholson, el peso de la historia recae sobre Bryan Cranston, que consigue huir de la caricatura que perfila el director, para interpretar a un personaje de tres dimensiones y salvar una película que, de otro modo, habría sido una mala copia del Ed Wood de Tim Burton. Si no fuera por Cranston, la película no dejaría de presentar a una serie de aliados y villanos en torno al protagonista, sujetos a un guión encorsetado y maniqueo.

Hellen Mirren, que suele ensombrecer a sus colegas de profesión, se dibuja como una especie de Maléfica o Madrastra de La Cenicienta, interpretando a la que la película presenta como archienemiga de Trumbo, Hedda Hooper. Pero aún más ridículas resultan las apariciones de otro de los artífices de la caída de Trumbo: John Wayne, encarnado como un matón de patio de colegio.

Entre los compañeros de fatigas y aliados del protagonista, nos encontramos a John Goodman, que interpreta a un productor de películas de serie B que recuerda a su papel de Big Dan Teague, el cíclope en O Brother!, de los hermanos Coen; y, por otra parte, al humorista Louis C. K., que se convierte en el Pepito Grillo personal de Trumbo, cerrando el círculo de la comedia y el tono infantil de las películas de dibujos que revolotea sobre toda la película.

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Hollywood no consigue sacarse la espinita que representan sus propios errores y continúa haciendo refritos de la misma historia una y otra vez para enfundarse una armadura contra las críticas. El flaco favor que ya hiciera por John Nash Una mente maravillosa, de Ron Howard, se repite una y otra vez en forma de biopics más o menos afortunados, en los que los protagonistas son poco menos que Odiseo tratando de volver a casa.

Esa visión tan artificial y efectista a la hora de retratar las vidas de personas reales aleja aún más al espectador de los protagonistas, deja de verlos como seres de carne y hueso. En el caso de Trumbo, resulta especialmente frustrante observar cómo los códigos de la comedia aparecen a lo largo de la película.

No es que esto no funcione por norma, en Hitchcock, de Sacha Gervasi, ya pudimos ver una dulcificada y cuasi cómica representación del mítico director durante el rodaje de Psicosis. Sin embargo, la comedia era marca de la casa de Alfred Hitchcock, que no dudó en hacer un chiste incluso en el momento de recoger su único Oscar. Pero, cuando una industria destruye carreras enteras, la comedia pierde toda la gracia.