Zemmour: el periodista ultra que escupe racismo, machismo y nostalgia para presidir Francia

Zemmour: el periodista ultra que escupe racismo, machismo y nostalgia para presidir Francia

Sin experiencia política y sin programa, el escritor de extrema derecha quiere pasar por encima de Le Pen y plantar cara a Macron en las presidenciales de abril.

Éric Justin Léon Zemmour (Montreuil, 31 de agosto de 1958) es uno de esos personajes que, en otro tiempo, no habrían pasado de contertulios exageradamente ultras, de ideas contundentes pero formas cuidadas. Un polemista, el niño malo de la mesa, erudito, avispado. Pero en la era de los populismos y los iliberales, con el panorama político muy atomizado y los partidos clásicos en declive, la ultraderecha al alza y algunos valores democráticos básicos olvidados, ha llegado a ser candidato a la Presidencia de la República francesa.

Sus aspiraciones cuajaron el pasado martes en la presentación de una candidatura formal, tras casi un año de actos, presentaciones y polémicas con los que, claramente, se estaba postulando. Aparecieron carteles en las calles que rezaban: “Zemmour, 2022”, que es cuando hay elecciones de nuevo, en abril próximo; luego se fue entrevistando con alcaldes, como por casualidad, como quien no busca el voto necesario para apuntalar la candidatura; sacó libros y visitó cada plató de televisión que se le puso a tiro. Hasta que, ahora, “Z”, como lo llaman sus seguidores, ya no es una duda, sino una certeza.

Zemmour llega con el ansia de comerle terreno por la derecha más radical a la hasta ahora líder ultra del país, Marine Le Pen, líder de la Agrupación Nacional, y así plantar cara al actual presidente, el centrista Emmanuel Macron, con quien aspira a medirse en la segunda vuelta de los comicios. Hace un mes, las encuestas lo ponían en ese duelo. Hoy no. Por eso formaliza su campaña ya y pisa el acelerador. Para “salvar” a Francia, dice.

Provocador hasta el delito

El nuevo aspirante al Elíseo es un hijo un conductor de ambulancias y un ama de casa, una familia judía residente en Argelia que, antes de estallar la guerra de independencia del país africano, se trasladó a París. En uno de sus suburbios nació y creció Zemmour, que se define como judío bereber y que en sus primeros años tuvo una importante formación religiosa.

Se graduó en Políticas y trató de acceder dos veces a la Escuela Nacional de Administración, la que selecciona y forma a los altos funcionarios del estado galo, pero fue rechazado. Entonces, orientó su carrera a la publicidad institucional y, más tarde, al periodismo. Fue sumando puestos en prensa diaria y semanal, en radios y en televisiones, en unos años 80 en los que también se casó con la abogada Mylène Chichportich, con la que tiene tres hijos.

En los 90 llegó su consagración, contratado por el prestigioso diario Le Figaro. Pasó de la información y el análisis a la opinión y se fueron multiplicando sus colaboraciones. Para los primeros 2000 ya era un opinador marcadamente cercano a Jean Marie Le Pen, padre de Marine e impulsor de la ultraderecha francesa moderna. Con frases rotundas y afiladas, con visiones políticamente incorrectas, se hizo un hueco importante en el día a día de los franceses. Su hondura intelectual, sus conocimientos y sus referencias constantes a lecturas adornaban un discurso radical. Él mismo se define, además de como “patriota”, como “reaccionario”.

Empezó a tener problemas: Le Figaro lo expulsó en 2009 tras decir en Canal + que “la mayoría de los traficantes son negros o árabes”, por lo que fue procesado y condenado por provocación a la discriminación racial. Este mismo año ha sido procesado de nuevo por “complicidad en la provocación al odio racial y en la injuria racial”, tras afirmar en el canal CNews -del que ha sido su estrella hasta hace semanas- que los migrantes menores “son ladrones, son asesinos, son violadores”.

Por sus libros los conoceréis

Son años de trifulcas con medios, de rechazos de sus columnas e intervenciones en prensa más templada y, a la vez, se altavoces multiplicados en la más militante y derechosa, que le ha cedido un escaparate impagable. Escribía obras más serias sobre los gobiernos de Jacques Chirac o Edouard Balladour mientras se hacía fijo en las mejores franjas de audiencia de todos los formatos posibles, con su visión escorada.

Autor prolífico, ha ido cambiando la temática de sus obras hasta convertirlas en largas tribunas en las que repasar los grandes males que, sostiene, amenazan a Francia, como la pérdida de identidad y soberanía, la multiculturalidad, el feminismo o el europeísmo. Se encadenan, así, títulos como Petit Frère (2008), en el que denunciaba lo que llama el “angelismo antirracista” de Francia, o El primer sexo (2016), en el que habla del feminismo como una corriente con “nefastas” consecuencias para la sociedad, denuncia que las mujeres quieren “castrar” a los hombres y se queja del “dogma” de la igualdad que se imparte en las escuelas. Su particular réplica a Simone de Beauvoir.

Hace siete años, publicó su libro Le suicide français, su verdadero argumentario ideológico, que ha ido robusteciendo desde entonces: habla de decadencia de la Francia gloriosa, de la pérdida de valores, del desgaste de los símbolos nacionales, del peligro de guerra civil por el alto número de migrantes, de la yihad contra Francia, del fin de los tiempos. Con un tono apocalíptico, defiende la tesis de un progresivo debilitamiento del estado-nación, especialmente a partir de la generación de Mayo del 68, aunque tampoco es que aporte soluciones, más allá de sus loas a Napoleón Bonaparte y Charles de Gaulle.

Una especie de continuación es Francia no ha dicho su última palabra, en el que juega a parafrasear al expresidente de EEUU Donald Trump y que este septiembre se convirtió en su presentación de candidatura encubierta. Autoeditada, eso sí, porque su editorial de siempre, Albin Michel, rompió con él al entender que, más que ensayos, publicaba panfletos con los que abrirse camino en política. Su manera de ir a por todas, aún sin citar que quería ser candidato, ha sido tan clara que hasta el Consejo Superior del Audiovisual francés pidió a las cadenas que midiesen su tiempo de intervención, como se hace con los políticos de carrera, porque lo suyo ya no más era periodismo.

  Una mujer pasa junto a un cartel con la imagen de Zemmour que reza "Nuestro Trump", el pasado octubre, en Biarritz. Bob Edme via AP

Sus apuestas

El “filósofo del nacionalismo francés”, como lo llama la prensa de su país, es un señor aún sin partido que reivindica el pasado por encima de todas las cosas, con una carga de nostalgia paralizante. Este domingo, en su primer mitin en París, se espera que ahonde en su propuesta para Francia pero, de momento, en su vídeo promocional y en sus primeros mensajes en redes habla de la manida gradeur, de Molière, Voltaire y Rousseau, pero también de Brigitte Bardot y Jean Paul Belmondo.

Lo más moderno que cita es el finado Johnny Hallyday -cuya familia ya anuncia acciones legales por el uso político de su estampa-. Pero al menos en él no cita su defensa de que el régimen de Vichy, que colaboró con los nazis en la invasión de Francia, fue un mal necesario. Eso ahora se lo guarda, pero decirlo, lo ha dicho en repetidas ocasiones.

Zemmour quiere una nación reconcentrada en sí misma, anclada en el pasado, cerrada a la globalización, de espaldas a la Unión Europea y al neoliberalismo, “soberana y sin injerencias”, un pueblo de “patriotas” en el que, defiende, sería buena una alianza de todas las derechas, empezando por la Agrupación Nacional y acabando por los más moderados conservadores, los Republicanos. Lo normal en un señor que dice no al Tratado de Maastricht y que no entiende por qué los tribunales europeos han de decidir lo que pasa en Francia, muy a la polaca.

Entre sus ideas más polémicas está la defensa de la tesis del gran reemplazo, difundida por el pensador francés Renaud Camus y que sostiene según que los franceses blancos católicos y la población blanca cristiana europea en general, está siendo sistemáticamente reemplazada con pueblos no europeos, sobre todo árabes, norteafricanos o subsaharianos, a través de la migración masiva y el crecimiento demográfico. Habla de peligro para la Francia “real” y de destrucción de la cultura y civilización propias. Toda una conspiración de extrema derecha.

El estrenado candidato a la Presidencia de Francia aboga por un estricto control de la inmigración, aunque no afina bien cómo lo haría, frente a una UE “laxa”. Reclama, eso sí, que quien llegue a Francia se asimile a Francia -“Quien vive en Roma se comporta como un romano”, suele repetir- y apuesta por un refrendo en el que se acabe con el derecho a la reagrupación familiar y hasta se veten los nombres no franceses -Mohamed no le vale-, se expulse a dos millones de migrantes y hasta se recupere la pena de muerte.

“El perturbador”, como lo llama Le Figaro, el “siniestro” como lo acusa el Partido Socialista de Anne Hidalgo, o el “lúgubre”, en palabras de Le Pen, reclama la “re-francesificación” de su tierra, frente a las instituciones “inútiles” de Bruselas, y eso pasa también por vetar todo símbolo religioso, que obstaculizan a la inmigración, sostiene, a la hora de convertirse en auténticos galos. “El Islam es incompatible con los valores republicanos”, es otro de sus mantras. Su apocalipsis se pinta con escuelas “asediadas de alumnos mayoritariamente magrebíes y africanos, cada vez más numerosos, cada vez más rebeldes ante el aprendizaje y más violentos”.

En política exterior, aparte de renegar de la UE, rechaza también las misiones que Francia tiene hoy en el exterior, en países como Mali, Libia o Kosovo, porque entiende que es una forma de neocolonialismo que no aporta nada al país y sí gasta mucho dinero. Lo de que la seguridad de casa empieza lejos de la frontera propia no lo ve. Le molesta también que haya una moneda única, pero aún no se le ha escuchado cómo quiere batallar contra la desindustrialización, el déficit comercial o la deuda pública, que son grandes preocupaciones de los ciudadanos franceses de hoy.

Y en lo social, ve el aborto como un drama, pero también como un derecho, pero se opuso tajante, a la cabeza de las manifestaciones, cuando se aprobó el matrimonio homosexual. Denuncia la teoría de género, que a veces llama “tiranía”, y defiende el papel del hombre como líder. Igualmente, defiende la capacidad de progresar por méritos propios y por eso, a su manera, ataca a la casta nacional, en la que mete a políticos y jueces, frente al pueblo sufridor, buscando el voto de los descontentos, que no son pocos, como ha demostrado el fenómeno de los chalecos amarillos.

Zemmour juega la baza del verso suelto, del outsider, por eso muchos lo comparan con Donald Trump, fanfarrón y provocador como el magnate republicano. Sin embargo, entre ellos hay diferencias: el francés es alguien leído, culto, de enorme experiencia en la vida pública, aunque sea desde el flanco de la comunicación.

Coinciden en haber sabido marcar la agenda y hacer que todo el mundo gire la cabeza a su paso. Y también en las acusaciones: una bibliotecaria y consejera municipal socialista de Aix-en-Provence llamada Gaëlle Lenfant lo demandó en abril por abuso sexual, un episodio que ocurrió en 2006 cuando, supuestamente, la cogió del cuello, le dijo que el vestido que llevaba le quedaba muy bien y la besó por la fuerza, tras coincidir en varios actos culturales.

Sus posibilidades

Las encuestas hace apenas un mes le daban la posibilidad de ser el segundo líder con más apoyos, tras Macron, pero las cosas han cambiado ahora. El sondeo más reciente, de Harris Interactive para Challenges, le da un 13% de intención de voto en la primera vuelta. Su rival en la ultraderecha, Le Pen, llega al 19-20% y Macron, al 23-24%; ellos dos pasarían al balotaje, a la segunda vuelta de las presidenciales de abril. Zemmour lideraría la cuarta fuerza, tras los

Revienta las encuestas en cuanto a conocimiento popular, pero también en cuanto a temores: el 52% de los franceses cree que es peligroso que alguien como él gobierne el país y sólo el 19% entiende que es competente para sacar adelante el país (cuando Le Pen llega al 27%, según Liberation).

Puede que se beneficie de la fractura del lepenismo y acabe subiendo a la segunda posición, pero hoy la pelea se plantea dura. Algunos analistas sostienen que, lejos de ser pernicioso, para Macron es bueno que entre en liza un nuevo contendiente, porque rompe a su adversario global de la derecha y puede mostrarle como la única opción estable. Y otros se duelen del auge de la extrema derecha en Francia, cuando Le Pen, por pura estrategia electoral, estaba templando un poco su discurso.

Lo que parece es que, quede en el lugar que quede, ha entrado con fuerza en la política francesa. Está por ver si es flor de un día.