Una cadena de terremotos y una dictadura salvaje: el bucle de dolor de Birmania
Las tareas de rescate se enfrentan a dificultades por el riesgo de aludes y réplicas y, también, por la dictadura que atenaza al país e impide la asistencia correcta y la rendición de cuentas. Ni a la prensa dejan entrar para ver qué pasa.

Las tareas de rescate se enfrentan este martes a dificultades por el riesgo de aludes y las réplicas en los lugares de Birmania (Myanmar) más afectados por el fuerte terremoto del pasado viernes, que ha dejado más de 2.700 fallecidos, 4.500 heridos y unos ocho millones de habitantes directamente afectados.
Algunas operaciones de rescate en Mandalay, la segunda ciudad del país y uno de los lugares más afectados por el temblor de magnitud de 7,7, situada a unos 17 kilómetros del epicentro, tuvieron que suspenderse este martes, según varios medios locales independientes, informa EFE.
La situación no es sólo de caos clásico, como es natural en cualquier desastre natural, sino que llueve sobre mojado en un país en el que no hay un Gobierno legítimo ni democrático, por lo que al daño se suma el oscurantismo, el ocultamiento, la represión.
Estamos en la etapa de la respuesta inmediata y no se sabe ni el número de afectados ni en qué medida ha habido o ha fallado la prevención, qué asistencia se está dando a los damnificados o qué ayudas se van a entregar, qué planes de reconstrucción hay. Nada, porque hay un cerrojazo total de una dictadura que ni prensa internacional deja pasar al país para que no vea y no cuente.
De dónde venimos
Myanmar logró su independencia del Reino Unido en 1948. Sin embargo, esa autonomía temprana no implicó la consolidación de un Estado nacional democrático y estable. Por el contrario, incluso antes de esa fecha, ya existían intensos conflictos entre los numerosos grupos étnicos del país, que no se han limado ni con el paso de las décadas.
En 1962, tras un golpe de Estado, el Ejército tomó el control del país y, representando a la etnia mayoritaria Bamar, impuso un nacionalismo de corte socialista y budista, radicalizado. El régimen militar aisló al territorio de manera que recuerda, en varios aspectos, al modelo norcoreano, aunque se hable mucho menos de ello.
Así, se prohibió el establecimiento de embajadas, se restringió severamente el ingreso de turistas y periodistas extranjeros y se bloqueó casi por completo la apertura hacia el exterior.
El desarrollo de infraestructuras básicas -de comunicaciones a transporte, pasando por salud y educación- quedó estancado, incluso en la ciudad más importante del país, Yangon. Tras un breve cambio democrático, de 2015 a 2021, el Ejército volvió al poder mediante otro golpe de Estado y, desde entonces el país vive una guerra civil, con las fuerzas de los distintos grupos étnicos y las del Gobierno derrocado en la clandestinidad.
Tan vivo sigue que, en mitad del desastre, las Fuerzas Armadas siguen atacando a grupos críticos en zonas sacudidas por la cadena de temblores. Es un conflicto viejo que ni los desastres naturales frena.
La organización de defensa de los derechos humanos Human Rights Watch explica que "ante la oposición de la población en general y de los grupos armados antijunta, el Ejército ha luchado por mantener el control del país". "Los abusos generalizados y sistemáticos de la junta contra la población -incluyendo detenciones arbitrarias, tortura, ejecuciones extrajudiciales y ataques indiscriminados contra civiles- constituyen crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra", denuncia explícitamente. Desde el golpe, las autoridades han arrestado "arbitrariamente" a más de 16.000 simpatizantes de la democracia.
La Junta ha mantenido el estado de excepción impuesto desde el golpe y decenas de municipios en todo el país se encuentran bajo la ley marcial. "La expansión de las operaciones militares ha dado lugar a numerosos crímenes de guerra contra las minorías étnicas en los estados de Kachin, Karen, Karenni y Shan. El ejército también ha cometido abusos, como el uso de tácticas de "tierra arrasada" y la quema de aldeas en las regiones de Magway y Sagaing", dice. Buscan a guerrilleros o simpatizantes del Gobierno civil que apenas estuvo seis años en el poder. Aquel intento democrático fue liderado por la premio Nobel de la Paz 1991, Aung San Suu Kyi, hoy detenida en un lugar desconocido y condenada por supuesta corrupción.
Miles de empleados públicos, entre ellos médicos y enfermeros, abandonaron sus cargos como forma de resistencia. Están en el exilio en no pocos casos, salvando sus vidas. Y es que hoy en día Myanmar enfrenta una acusación de genocidio en la Corte Internacional de Justicia (CIJ), por la persecución contra la minoría musulmana rohinya, cuyos miembros han escapado en buena medida al vecino Bangladesh para evitar también la muerte. Alrededor de 600.000 de ellos están rodeados en el estado de Rakhine, sujetos a abusos sistemáticos que equivalen a crímenes contra la humanidad de apartheid, persecución y privación de libertad.
Es un país empobrecido, pero no pobre. Alrededor de 26,9 millones de personas, cerca del 50% de la población, vive por debajo del umbral de la pobreza, dice el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Entre 2017 y 2023 el nivel de pobreza se ha duplicado en esta nación (desde el 24,8 % al 49,7 %). Tras el golpe, las empresas estatales quedaron bajo control del ejército, que administra desde los recursos minerales hasta la producción de cerveza. Con la apertura parcial en los años 90, los militares ampliaron su dominio al turismo, el transporte, la aviación comercial y las telecomunicaciones.
La riqueza natural -jade, gas, tierras raras y madera- es administrada de forma opaca, beneficiando a la élite castrense mediante redes de corrupción familiares. Myanmar es además el segundo mayor productor de opio del mundo, después de Afganistán, y uno de los principales fabricantes mundiales de metanfetaminas.
Ese contexto favoreció la presencia de carteles narcos con vínculos directos con los militares. China también ejerce influencia en esos negocios. Para protegerse, los militares construyeron una nueva capital: Naypyidaw. Allí solo viven funcionarios y está alejada de fronteras y posibles protestas populares. No hay censos confiables ni datos oficiales claros sobre cuántas personas habitan el país.
Y hay enormes complicaciones básicas, de raíz, para asistir a las personas por los controles previos en las comunicaciones, insisten HRW. "Las fuerzas de seguridad impusieron nuevas restricciones de viaje al personal humanitario, bloquearon las carreteras de acceso y los convoyes de ayuda, destruyeron suministros no militares, atacaron al personal humanitario y cortaron los servicios de telecomunicaciones", escribe en su informe a anual.
"El ejército también ha atacado centros de salud y personal médico, en violación del derecho internacional. Las fuerzas militares han confiscado entregas de alimentos y suministros médicos en ruta a los campamentos de desplazados y han arrestado a personas sospechosas de apoyar las labores de ayuda", añade. "El proceso de autorización de viaje requerido para el personal humanitario se ha vuelto aún más errático y limitado. Los trabajadores humanitarios locales de primera línea operan en un contexto de grave inseguridad, con riesgo constante de acoso y detención en puestos de control, así como de minas terrestres y bombardeos en zonas civiles y asentamientos de desplazados". Más aún ahora.
En lo social, una ley promulgada en marzo de 2023 puso formalmente a la policía bajo el control de las fuerzas armadas, requiriendo que los agentes de policía cumplan todas las órdenes militares, incluida la participación en operaciones militares. Ahora esa capacidad represora se va a poner a prueba. Además, el corte de esta dictadura, para sorpresa de nadie, también persigue otros derechos como la libertad sexual: el código penal de Myanmar castiga las relaciones carnales "contra natura" con hasta 10 años de prisión y multas.
La comunidad internacional, que había criticado con dureza al frágil gabinete civil asumido en 2015, guarda ahora un silencio llamativo ante la dictadura militar. Algunos países han impuesto sanciones específicas, pero la respuesta a la crisis no ha ejercido la presión suficiente sobre el ejército de Myanmar para que ponga fin a sus abusos.